Por José Ignacio Lanzagorta García

Y entonces apareció Yalitza Aparicio en la portada de la revista Vogue México. Es tan disruptivo que quienes se esmeran en decir que no lo es no hacen con ello más que confirmarlo. Esto no quiere decir que sea disruptivo en un solo sentido: es que pareciera que no sabemos bien qué hacer con ello y muchos se apresuran a expresar elogios exaltados, consignas triunfalistas y hasta condenas de cooptación. Hay mucho de dónde cortar.

No es la primera vez que la portada de una revista, como uno de los mecanismos más explícitos para establecer normas de la apariencia de los cuerpos y atavíos principalmente de las mujeres, opta por utilizar su prestigio y poder para trasgredir sus propios cánones. Por ejemplo, han aparecido también los cuerpos de mujeres blancas pero menos delgadas que lo habitual con la consigna de que se trata de algo revolucionario… y los aplausos y condenas se reparten casi por igual. Llega el mes siguiente y está claro que los estándares no se han movido ni un pelito, sólo se admitieron excepciones concretas y bien acotadas. Esta vez fue el turno de la actriz protagonista de Roma.

Yalitza Aparicio
Yalitza Aparicio / Getty Images

Roma tiene el potencial de hacernos mucho bien. Me pregunto si en una cinta a color, menos agradable, menos nostálgica, más incómoda, más de denuncia, donde su protagonista, Cleo, sufriera expresiones mucho más crudas de la violencia de clase, de género y de raza, tendríamos a su actriz en la portada de Vogue. Quién sabe, pero creo que no. En cambio, llevó luz a un personaje típicamente invisible y, si acaso señalado, es sólo para enmarcarlo como una frágil víctima anulada, amordazada y amenazada. En este caso, al colocarla en una familia que intenta una y otra vez lavar la consciencia de la explotación que ejerce sobre ella con gestos mínimamente empáticos, de una falsa cercanía, de una gratitud que no termina de cuajar y, si acaso de un afecto real pero condicionado y jerárquico, aparece la persona entrañable, la que hizo parte central de la crianza de muchos hombres y mujeres de las clases acomodadas de este país.

Para estas audiencias, Yalitza no encarnó el papel de una víctima, sino de esa madrina que por la compleja manera en la que operan las desigualdades, poco se nombra. Su belleza, ni la de cualquier persona está aquí a discusión, pero su debut en el mundo de las representaciones de masas fue así: incitando la curiosidad culpígena y nostálgica de alguien entrañable que había sido olvidado. Las figuras públicas que sirven para marcar estos estándares de lo atractivo, lo deseable, lo bello no sólo portan sus cuerpos sin historia, sino también otros valores, ideas y arquetipos que representan o han representado. Sí es Yalitza la que aparece en la portada de Vogue, pero también Cleo.

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Pero no creo que lo que nos haga bien sea eso, sino todo lo demás. En medio de ese imparable vendaval de estímulos nostálgicos, la película no oculta que hasta la familia más buena onda con sus empleadas domésticas, marca una distancia social, cultural y, por supuesto, afectiva, con aquellas a las que asignan todo tipo de trabajos y responsabilidades que involucran, especialmente, cuidados infantiles. Los detalles explícitos son tantos como los sutiles sonidos que se despliegan sobre la Ciudad de México de antes y de hoy.

En su crítica sobre la cinta publicada en The New Yorker, Richard Brody, dice que el fallo de la película es que no sabemos nada de Cleo, que el personaje es, nuevamente, anulado y silenciado. Es curioso: yo creo que es ahí donde está buena parte de la virtud y, sobre todo, la sinceridad intencionada o no de Cuarón. Y es que creo que el tema de la película no es la vida de Cleo, sino la relación entre una mujer mixteca que realiza un trabajo precarizado en condiciones de explotación y sus empleadores que pretenden ser amigables y cercanos a ella. En este sentido, los silencios y las omisiones sobre los detalles de su vida son, precisamente, parte de lo que enmarca esta relación: a los empleadores de Cleo no les importa realmente su persona.

Hay quienes buscaban ver ahí críticas más explícitas, pero yo entiendo más el valor en todas las pequeñas violencias sutiles que va mostrando la cinta desde el principio hasta el final. Nos muestra que esta relación afectiva tan vertical funciona como otro mecanismo de explotación. Quien no consigue ver esto en la película, sólo exhibe su propia ceguera. Roma nos hace bien porque nos tiene hablando de si una “buena” relación entre las familias acomodadas de la Ciudad de México y sus empleadas domésticas está bien. Exhibiendo una relación más violenta corríamos el riesgo de seguir pretendiendo que sólo basta con ser buena onda: decirle que la quieres, llevarla al médico.

Yalitza Aparicio
Yalitza Aparicio, Libo Rodriguez y Alfonso Cuarón / Getty Images

Roma dio un personaje a las clases acomodadas de México que eligen creer que les es entrañable: Cleo. Y al final de la película, borrachos de nostalgia y cariño, no son capaces de ver que siguen sin saber mucho de Cleo: de qué pueblo viene, si tiene hermanos o no, cómo es la relación con su madre, cómo fue que llegó a la Ciudad de México. Ciegos ante lo expuesto, la quieren exactamente igual que como el personaje de la familia la quiere: “gracias por salvarnos, ¿me traes un licuado?” ¿Podrán ver que ésta es precisamente la denuncia más valiosa que tiene la cinta? ¿Podrán ver que quedaron exhibidos? No lo sé, pero qué bueno que Roma nos puso a hablar de estas formas de condescendencia, de violencia, de explotación, de cómo nos atraviesan las desigualdades.

La portada de Vogue no es más que una continuación de esa carambola en la que la película de Roma nos metió. Llega ahí una figura típicamente no representada bajo esos estándares y nos hacemos bolas. No sabemos si ante el entusiasmo por ello validar finalmente el mecanismo de producción de cánones de belleza o condenarlo todo y a todos. Por lo pronto, a mí me encantó lo que @palomaparda tuiteó.

Sigamos hablando de ello.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

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