Por Daniel Montes de Oca | @montesdeoca11
La tolerancia, el amor y el respeto no se predican en las redes sociales; se practican desde la acción más común y se reproducen en cada uno de nuestros actos. Al menos esa debería ser la intención de quienes rechazamos el odio, el juicio fácil y la violencia en cualquiera de sus expresiones.
Cada que un atentado terrorista sacude al mundo de forma brutal es común que desde nuestra trinchera expresemos dolor, al tiempo que condenamos y repudiamos los ataques. Algunos con mayor empatía e información, y otros sencillamente porque deciden romper con la belleza del silencio para ser escuchados.
Son tiempos en los que la conciencia social se manifiesta a través de un tuit o un post; sin embargo, un personaje que se sumó al #PrayForBarcelona, en unos minutos puede desacreditar a alguien vía el anonimato de las redes sociales, y el insulto será su mejor arma.
Esta vez le tocó a Barcelona, hermosa ciudad con una diversidad cultural como pocas, un pueblo lleno de identidad, y sin duda un sitio turístico de ensueño.
Apenas un día antes la prensa catalana relataba con tristeza y dolor a flor de piel la goleada de la que fue objeto su equipo en la Supercopa de España; se hizo referencia a una crisis y hasta al fin de una era del club que marcó un antes y un después en el balompié.
Pero pronto la realidad alcanzó a Barcelona y la verdadera tragedia se vivió (se vive aún) en sus calles. Lo otro es solo futbol. La realidad se llama terrorismo, que esta vez desató su odio en La Rambla, un emblemático y fantástico pasaje que conecta a la Plaza de Cataluña con el Puerto Antiguo.
“¿Qué le pasa al mundo?, ¿en qué momento el odio se apoderó de nosotros?, ¿por qué hemos llegado a estos niveles de fanatismo y violencia?”, son solo algunas de las preguntas recurrentes que inundan las redes sociales y las charlas de café (si es que aún existen).
La respuesta está en cada uno de nosotros y en ninguno. Somos absolutamente responsables de nuestros grados –menor o mayor– de intolerancia, faltas de respeto, prejuicios, condenas, odios y demás. Así como no podemos adjudicarnos las pobrezas del resto, ni del que está cerca ni del que vive del otro lado del mundo.
En la búsqueda de aquel utópico ‘Mundo feliz’ que retrata Aldous Huxley solo nos queda ser más humanos, quitarnos el traje de jueces que vestimos a diario y con el que pretendemos ‘corregir’ y sentenciar a quien se cruza en nuestro camino.
Se siente bien ceder el paso cuando manejamos, sonreír con el desconocido de la fila del banco, amar lo que hacemos, respetar el orden pese a nuestra prisa por ser los primeros y darle la mano a quien no piensa como nosotros.
Todo empieza desde una acción cotidiana, la más común e insignificante, y de esta manera se reproduce en el resto de nuestros actos.
Hoy la solidaridad a la distancia le sirve de poco y nada a Barcelona; sin embargo, la conciencia y eliminar de a poco las miserias en algo ayudará a un mundo golpeado, pero de pie. Vuelve, Barcelona…