Por José Ignacio Lanzagorta García
De vez en vez, cuando algunos circuitos de conversación de este país llegan a una racha de especial pesadez, no falta quien nos diga que no, que, de hecho, estamos en nuestro mejor momento. Que éste no es, ni de cerca, el peor de los mundos. Que en otro tiempo nos matábamos más, que sabíamos menos cosas, que teníamos menos herramientas, que nuestros votos contaban menos, que éramos menos libres, que éramos más perseguidos, que éramos más pobres. Que, por más oscuro que se vea el panorama, es mentira que todo tiempo pasado fue mejor. Al contrario, que si hoy nos quejamos es gracias a la conquistada libertad de quejarnos.
Y, claro, más que encontrar consuelo en ello, no queda más que callar ante el desplante arrogante de la “verdad de los datos” y luego incomodarse por la inutilidad de la comparación para resolver lo que tiene oscurecida la actitud. El pesimismo, creo, corresponde a una percepción de deterioro y, sobre todo, a la difícil previsión de su superación. Ante el renovado descenso en la espiral de violencia, ante la impune corrupción a cielo abierto, ante la ausencia de liderazgos realmente esperanzadores, ante la inmutabilidad de arreglos político-empresariales, ante el asalto a las instituciones, nos cuesta trabajo ver algo que no sea deterioro, ni mucho menos la salida.
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Algunos estamos, pues, en una racha de pesadez. Si las elecciones presidenciales son un foco para replantear proyectos, terreno fértil para el surgimiento de liderazgos, para vivir la fantasía del poder ciudadano del premio y el castigo –en nuestros todavía muy precarios mecanismos de representación y rendición de cuentas- y esperanzarse, las cosas hasta ahora no lucen muy alentadoras. Las alternativas se van perfilando como una elección entre amenazas: la de continuar destruyendo todo desde el estatus quo o la de destruirlo desde un cambio del que cada vez queda menos claro su sentido, su intensidad, su agenda, sus bríos. En todo caso, no se le siente a ninguna alternativa la capacidad de dimensionar la gravedad del deterioro, no se escucha una atención fina, completa, responsiva y sofisticada a los problemas severos del país. Al contrario, la constante es la minimización de ellos o, si acaso, su mención vacía y su solución mágica.
La elección mexiquense, como antesala de ese intenso periodo sexenal de politización nacional, despierta poco entusiasmo: un candidato oficial gris, acartonado, sin imaginación, sin liderazgo y que hasta en el nombre lleva el epítome de todo lo que este país debería borrar ya de un plumazo; la derecha representada por una candidata que lo suyo no son las campañas; una candidatura dudosamente independiente que no hace más que humillar la lucha que se libró hace un lustro para mejorar nuestros canales de representación; y, sobre todo, una izquierda fragmentada donde, al juicio de quien esto escribe, en la carambola le exigen al mejor candidato declinar a favor de la peor.
Con la entidad más poblada del país destrozada por la violencia, por el deterioro ambiental, por una mala calidad de vida urbana, por las corruptelas de casi 90 años del mismo partido – de hecho, con pocas excepciones, por el mismo grupo dentro de ese partido-, la elección mexiquense, hasta ahora, no nos presenta un panorama muy alentador. Sería muy liberador poder pensar este momento del Estado de México como el inicio de una urgente nueva forma de hacer política, de conectarse con los representados, de resolver las cosas. En el mejor de los casos, ganará la izquierda, pero sólo como paso en la estrategia electoral del candidato presidencial rumbo a 2018. Es decir, con severas dudas sobre lo que esta alternancia va a significar realmente sobre las vidas de los mexiquenses. Ojalá lo mejor.
Un pasmo nos recorre. Muchos de los suspirantes presidenciales parecen impulsar sus candidaturas desde una normalidad apabullante. Sus apariciones en portadas de revistas compradas, sus giras de relaciones públicas, la capitalización de su imagen sin la necesidad de dotarla de contenidos, de proyectos, de una respuesta directa a las emergencias nacionales, es exasperante. Ex gobernadores –y un jefe de gobierno- hablan de sus aspiraciones como si sus gestiones los legitimaran para ello, como si la calidad de sus administraciones fuera irrelevante y como si un proyecto, un discurso estructurado, fuera innecesario. Será, tal vez, porque en nuestro marco institucional hemos logrado que sea necesario.
A lo mejor no estamos en nuestro peor momento. Pero hoy no tenemos visos ni asideros para mejorar nuestro presente. Hay que celebrar los esfuerzos de algunos grupos de ciudadanos por participar, por incidir en una esfera política que está cerrada y que se escucha muy alejada, justamente, del presente. Entusiasma Nosotrxs, entusiasma el movimiento Ahora, entusiasma la acción de despachos y organizaciones no gubernamentales que llevan mucho o poco haciendo defensas, luchas, estudios, investigaciones, cabildeos, discurso público. Pero hoy, desde el pesimismo, desde la sensación de emergencia, me pregunto si nos son suficientes. Esperemos lograr articularnos en lo suficiente.
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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.
Twitter: @jicito