Por David Lameiras
El movimiento estudiantil de 1968 comenzó como una respuesta a la represión violenta del Estado, pero adquirió rápidamente conciencia de clase. Esto le permitió articular las otras luchas sociales que ya de antes resistían al régimen del PRI con huelgas, manifestaciones e insurrecciones armadas. Lxs estudiantes se volvieron catalizador y punta de lanza del espíritu revolucionario, así en México como en el resto del mundo; juventud, eterna vanguardia.
Esa organización popular se tornó una amenaza importante para el poder político y económico nacional, y para el interés imperial del vecino del norte. Es por ello que quisieron pararla en seco con fuego y sangre un 2 de octubre durante un mitin en la Plaza de las Tres Culturas, mostrando que los poderosos también podían organizarse como reacción al poder popular. Sin embargo, ya lo diría el presidente chileno Salvador Allende cinco años después: los procesos sociales no se detienen ni con el crimen ni con la fuerza.
La búsqueda por un país de iguales con justicia social, continuó por los diversos caminos de la lucha –desde la civil hasta la guerrillera— y mostró su gran talante y madurez, casi 18 años después cuando en septiembre la tierra se sacudió. Fueron los esfuerzos del pueblo los que levantaron del suelo a la Ciudad de México, y esos mismos corazones solidarios los que habrían decidido apostarle a los rivales del PRI para sacarlo del poder en las elecciones del 88, 20 años después de la matanza, al menos en la Ciudad de México.
Derrotadas las empresas electorales del Ingeniero Cárdenas y de ‘Maquio’ Clouthier, el PRI-gobierno mantuvo su avance en el desmantelamiento de los movimientos, tanto discursiva como material y legalmente, entrando con todo al proyecto neoliberal del Consenso de Washington. Pero esto no pasaría sin respuesta, y la lucha revolucionaria contra el gobierno del capital no tardó. Con la fuerza de las montañas, un cuarto de siglo después del año del 68, fueron las y los zapatistas quienes se encargaran de que Tlatelolco no fuera el final de la lucha por la justicia. Con el valor de traer la demanda de TIERRA Y LIBERTAD a los albores del nuevo siglo, fueron ellxs quienes honraron luchando a quienes antes cayeron.
Ante la represión, el esfuerzo zapatista se replegó y se dedicó a sembrar la dignidad en su selva, conquistando su soberanía. Pero en el resto del país la ofensiva del poder económico y político avanzaba, devaluando la economía, castigando la rebeldía e inclusive amenazando el sueño revolucionario y popular de la universidad pública. Este panorama fue aprovechado por la campaña de Vicente Fox, que en el 2000 logró capitalizar la esperanza que la gente puso en la democracia procedimental para echar al PRI del gobierno. Para nuestra mala fortuna, las expectativas de una nueva vida democrática no se cumplieron.
Durante el sexenio del ‘cambio’, la ortodoxia económica neoliberal se mantuvo, la violencia asolaba abiertamente a las mexicanas y la justa protesta recibía desprecio oficial y balas. Por esto, los ánimos de cambio seguían vivos y el escenario estaba puesto para intentar una vez más el cambio por la vía electoral, con una victoria que parecía segura. Sin embargo, aunque ahora con fachada blanquiazul y no tricolor, la estructura de los poderosos mostró que seguía tan viva como en 1968 para organizarse y defender sus intereses, manteniéndose en el poder.
Y es desde ese 2006 hasta ahora que en México se ha vivido el periodo más vergonzoso y lleno de dolor desde aquel 2 de octubre. La gran ola de violencia desatada con la intervención militar asedia al país entero, aunque siguen siendo las mujeres, pobres e indígenas las más vulnerables; la riqueza que se produce se concentra en las arcas de muy pocos; los derechos laborales son pisoteados tanto en los hechos, con la disolución de Luz y Fuerza en 2009, como en la ley, con las reformas laborales de 2012 y educativas de 2013; la corrupción y el abuso de poder son prácticas sin consecuencias; la violencia machista feminicida escala y no se resuelve, y el derecho a participar en la vida política del país sigue siendo peligroso de ejercer, ya sea en lo institucional o por fuera.
Sin embargo, es frente a este escenario tan desolador que la lucha no sólo siguió, sino que se volvió un motor de esperanza: las autodefensas; el autogobierno de Cherán; el 132; la resistencia magisterial; la avanzada feminista, y la voluntad de 30 millones que esperan un cambio, son muestras que por más difícil y desigual que pinte el panorama, en la organización está la fuerza. Es a través de ella que vencemos los miedos y disputamos nuestro porvenir.
Si hoy estamos en la antesala de un posible cambio social de amplia trascendencia, no es por una persona ni por un partido. Estamos aquí por 50 años de luchas que incansablemente se han sucedido a pesar del muy estéril esfuerzo de los poderosos de silenciar al pueblo con tanquetas, fusiles y guantes blancos. Esta lección podemos aprender: no claudicar en la lucha y no soltarnos, menos ahora que podríamos dormirnos en los sueños de cambio. Si algo nos han enseñado las historias de los pueblos es que los triunfos electorales no transforman nada por sí solos.
Entonces, el momento es hoy. Démosle nueva vida a lxs mártires de Tlatelolco, del Jueves de Corpus, de Atenco, de Oaxaca, de San Quintín y de Iguala, tomando sus banderas y conquistando un presente para todas. Por eso, hasta que la dignidad se haga costumbre.
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David Lameiras es integrante de Wikipolítica CDMX, una organización política sin filiaciones partidistas .
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