En la columna anterior introduje la definición de la teoría y su diferencia con la crítica que se hace en México; además, mencioné algunas diatribas contra la academia humanista por ser un recinto elitista. En esta tercera entrega, quisiera ahondar un poco en este último problema para demostrar cómo, en realidad, se trata de un prejuicio que valida las instituciones financieras que gobiernan todos los aspectos de nuestra vida, entre ellos, la educación pública.
Para empezar, es fácil sustentar este tipo de juicios sin ofrecer pruebas porque resulta, valga la redundancia, fácil señalar a un individuo concreto en lugar de estudiar el contexto en el que se inscribe este individuo: o sea, es muy fácil insultar y acusar a un profesor de literatura o filosofía (mucho más si es profesora, porque, ya saben, machismo intelectual) de “burgués” o de “privilegiado” tan sólo porque tiene un título de posgrado. En cambio, ahondar en la situación laboral de este profesor, como en las condiciones de su contrato, sus prestaciones, sus obligaciones pedagógicas y extracurriculares, requiere un esfuerzo intelectual que no todos están dispuestos a hacer.
Recurrir a este tipo de violencias subjetivas y no criticar las violencias sistémicas es una hipocresía que forma parte de un dogma económico mucho más complejo que ha abogado durante las últimas tres décadas por la desaparición de las humanidades en las universidades. En primer lugar, nos dice este sistema, no es necesario estudiar humanidades, teoría, literatura o historia porque vivimos en la época en la que estos conocimientos no tienen una función social redituable; es decir, no generan ni producen riqueza. Hay que recordar que vivimos en la época de Sillicon Valley, del emprendedurismo, de los genios que abandonaron la escuela para innovar (Steve Jobs, Mark Zuckerbeg, Bill Gatess), de los influencers, los “líderes de opinión” que simplifican los problemas sociales con opiniones suaves que, más que críticas, le hacen un favor al régimen político (Chumel Torres, Callo de Hacha, tuiteros), de la precariedad del trabajo en favor de la “economía compartida” que abona millones a los emporios de la tecnología y crea trabajos sin prestaciones, sin seguridad social y sin plan de jubilación. La época, no hay que olvidarlo, de la privatización de todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida, desde la salud, la privacidad (Facebook), las citas románticas (Tinder), la transportación (Uber), el ADN (Ancestry.com) y, sobre todo, de la educación pública.
Imagen: Alfredo Martirena
¿Cuál es el lugar de la teoría, que cuestiona estas ideas desde el feminismo, el marxismo o el poscolonialismo, y cuál es el papel del profesor humanista, que enseña estas ideas, en todo este entramado neoliberal? Ninguno. Porque no produce, sólo se queja. Porque no propone, sólo critica. Porque no sale a la calle, sólo lee. Porque no innova, sólo vive en el pasado fantasioso de los derechos humanos, los derechos laborales y el derecho a la educación. Por decirlo con una palabra digna del Díaz Ordaz que todo conservador lleva dentro, porque los teóricos son unos chairos letrados que necesitan “ponerse a trabajar”.
Esta forma de pensar fue nombrada por el filósofo Michel Foucault como “razón neoliberal” y ataca las humanidades para poder justificar dos cosas: su eliminación de la educación universitaria y la formación de individuos sin instinto crítico dispuestos a sacrificar sus derechos en favor de la economía liberada que, según los rezanderos del libre mercado, aporta la libertad, el bienestar, la armonía y los deseos de superarse. Esta razón, continúa Foucault, nos convierte en lo que llamó un homo oeconomicus, categoría contraria al tipo de individuos que definía la vida política hasta hace un par de décadas, el homo politicus; es decir, pasamos de ciudadanos con derechos civiles a emprendedores en la salvaje y basta selva del mercado. Ya no somos civiles, sino capital humano. Para “educar” a este nuevo individuo se prescinde de lo que los clásicos llamaron las “artes liberales”, las ciencias aprendidas y practicadas por los ricos, los hombres libres; o sea, los no esclavos en las sociedades griega y romana, mismas que inspiraron nuestras repúblicas occidentales. Artes liberales, como la literatura, la retórica y la historia que daban herramientas necesarias a los ciudadanos pudientes que, en última instancia, eran los que hacían la política y tomaban las decisiones del Estado, pero que con el tiempo fueron integradas en el sistema universitario.
En este sentido, los académicos se ven atacados por dos flancos: se les considera, por un lado, un peligro al igual que Sócrates en la Atenas clásica, quien corrompía a la juventud por enseñarlos a pensar críticamente; por otro, un grupo de mafiosos intelectuales atrapados en el Hotel del Abismo. Ambos argumentos, en mi opinión, validan la razón neoliberal. En cuanto al primer argumento, no es culpa de los profesores que la gente no tenga acceso a una educación universitaria y que, por tanto, no comprenda los avances de los estudios humanistas; es culpa de un sistema de gobierno incapaz, por cuestiones de corrupción o de simpatía neoliberal, de garantizar el acceso a la educación universitaria. El conocimiento, tal y como lo concebimos en nuestra civilización, inexorablemente debe progresar, investigar, descubrir, y lo que se tiene que cuestionar es el contexto en el que este progreso sucede: entre menos personas tengan acceso al conocimiento, menos democrática se vuelve la ciencia y, por tanto, como sucede ahora, queda en las manos de uno cuantos.
Imagen: David Sipress
El segundo argumento sobre el privilegio económico de los profesores cada vez es más inconsecuente debido a la precarización del trabajo académico. Criticar a los profesores humanistas tan sólo porque perciben un sueldo más o menos decente, gozan de prestaciones que todo mundo debería gozar, es una aceptación de la precarización del trabajo tanto intelectual como físico: hay que luchar por los que no tienen esos derechos en lugar de menoscabar los méritos de quienes ya los portentan. Pero esto es precisamente lo que nos hace pensar la razón neoliberal: competencia incluso entre lo que no se debe negociar. Por supuesto, esto mismo se le perdona, incluso se alaba que reciban millones, a los físicos, los ingenieros, los programadores y los científicos porque ellos “sí son productivos”. Nadie les reclama a estos profesionistas que dejen de investigar y progresar en su campo, que paren de crear medicinas más eficientes, computadoras más inteligentes; en cambio, a los humanistas se les acusa de “iniciados”, de “complicados”, de “arrogantes”, como si cada una de estas características fueran exclusivas de un campo y no de toda la experiencia humana. Sí, hay académicos insoportables y pedantes, pero tomar el caso de una sola persona para condenar o justificar todo un sistema es un acto de ceguera intelectual.
Este último punto, debo aclarar, es complicado porque no se trata de victimizar a los académicos, pues hasta cierto punto han sido cómplices del sistema en el que trabajan. Para dar una mejor perspectiva sobre el problema, en la próxima entrega entrevistaré a jóvenes recién graduados de humanidades tanto en México como en Estados Unidos para que nos hablen de su experiencia y sus expectativas laborales. Por ahora, debo ir a trabajar o, como dicen algunos, a corromper a los jóvenes. Chairear, pues.
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Francisco Serratos es autor de Breve contrahistoria de la democracia (Festina) y profesor de la Washington State University.
Twitter: @_libretista
Imagen principal: Curiosity Company Blog