Por José Ignacio Lanzagorta García
Desde que López Obrador dijo en una entrevista a Milenio que le tenía desconfianza a aquello que llaman “sociedad civil”, se armó. Corrieron ríos de tinta. No había aclaración o -como les encanta decir a los detractores más simplistas- “maroma” que pudiera precisar una declaración que fue enmarcada como alarmante y fue gasolina pura en el ámbito de las campañas. El hoy candidato ganador nombró algo que tal vez habíamos convertido en tabú. Tal vez desde antes pero, al menos desde el terremoto de 1985, cuando hablábamos de “sociedad civil”, aludíamos a lo único que valía la pena salvar de la vida pública, a aquellos que sí hacían algo por México, aquellos que se enfrentaban primero al Goliat del sistema hegemónico y luego a la Hidra de eso que llamamos partidocracia. Como tantas de las sentencias que pronuncia López Obrador: abrió debate en la conversación pública.
Tan precario, tan limitado, tan asediado, tan incipiente era eso que llamábamos “sociedad civil” en los 80, que no había manera de distinguir diversidad dentro de ella. El Estado mexicano se desinflaba, la crisis económica acechaba y sólo la sociedad articulándose a partir de nuevas organizaciones podía colocar sus demandas en la agenda pública. Con poca frecuencia se incluye a eso que llamamos sociedad civil como uno de los actores fundamentales de los cambios políticos y sociales que sufrió México al finalizar el siglo pasado y que condujo a lo que llamamos la transición democrática.
Después, en tiempos de mayor libertad, vino un florecimiento de la sociedad civil organizada. A las organizaciones de damnificados, a las de derechos humanos, a las internacionales, a las urbano-populares no corporativas del PRI, se sumaron un conjunto de los que a veces nos da por llamar “think tanks” que buscan colocar agendas más sofisticadas sobre rendición de cuentas, transparencia, más y nuevas reformas políticas e institucionales, participación ciudadana y otras demandas que, en general, buscan perfeccionar el funcionamiento de la democracia mexicana. A la par, otros movimientos que surgieron en las calles de la ciudad con mayor o menor éxito, con mayor o menor duración, caben dentro de eso que llamamos sociedad civil. En todos los casos, el enemigo de la sociedad civil son las barreras que impone el Estado para la concesión de las demandas, para la representación de los intereses.
Hace ya mucho (si no es que siempre) que la sociedad civil organizada sólo puede definirse en común como aquellos grupos de interés no gubernamentales que buscan incidir en la esfera pública. Nada más. Estos intereses pueden ser tan concretos como la búsqueda de beneficio tal vez merecido para un grupo particular que clama justicia o tal vez para empoderarlo desproporcionadamente; también puede incluir modificaciones al aparato institucional con efectos benéficos para todos o dispares. No hay un manto de pureza que cubra a todo ese universo de la sociedad civil, ni toda barrera o inflexibilidad que ofrece el Estado es para proteger a una mafia. Sin embargo, nuestra historia política, nuestro marco institucional nos había traído un punto en el que los canales de representación son tan limitados que sólo a través de los partidos políticos era posible conseguir participación y difícilmente alguna que compartiera el poder fuera de éstos. Así llegamos al punto en el que ser de la “sociedad civil”, ser “ciudadano”, por default significaba la lucha contra la exclusión que representa un mafioso sistema de partidos.
Pero todos sabemos que esto es sólo un punto de partida dentro de una lucha que es retórica. Algunas organizaciones de la sociedad civil resultaron no estar tan excluidas de las cúpulas de toma de decisiones y entre los partidos hubo una urgencia por presentar candidatos “ciudadanos”, al grado incluso de rebautizar al partido de la Convergencia como un “Movimiento Ciudadano”. No sé si Andrés Manuel hace bien en desconfiar de toda la sociedad civil, pero seguro sí del concepto de que toda la sociedad civil significa esta misma pureza.
El rechazo que la próxima administración ha mostrado a la reforma al artículo 102 constitucional, relativa a las características de independencia en el nombramiento del Fiscal General de la República del Poder Ejecutivo y que demandaban 300 organizaciones, se ha enmarcado a partir de esta desconfianza de López Obrador presuntamente por el conjunto de la sociedad civil. No ayudan en nada muchos de sus simpatizantes que dicen que la legitimidad de su votación le permite desoír cualquier demanda de otras organizaciones. No ayudan quienes dicen que es Morena la “sociedad civil”. No ayuda el dramatismo con el que estas organizaciones enfrentan el rechazo a su propuesta. No ayuda que la conversación sea si el Estado democrático está obligado moralmente a obedecer o a desobedecer a la “sociedad civil”.
Desde las campañas me ha parecido y he insistido que México está atravesando por una transformación en la retórica y valores políticos que nos han caracterizado la vida pública en los últimos 30 años. Dentro de lo que entendíamos como izquierda, derecha, liberalismo, laicismo y otros conceptos ha habido algunos desplazamientos. Me parece que en esta transformación, que tal vez no es ni siquiera parte de lo que Andrés Manuel llama “la Cuarta”, eso que llamamos “sociedad civil” y lo “ciudadano”, también se está reconfigurando. Por lo pronto, es sano que aprendamos a reconocer que estas organizaciones son actores legítimos dentro de las democracias tanto como los partidos políticos, cada uno dentro de sus marcos. Pero esta legitimidad y libertad para su acción, al igual que con los partidos, no santifica sus intereses, ni los unifica como una misma cosa, ni hace deseables sus intereses por default. Las organizaciones de la sociedad civil son, más bien, otra forma en la que se agregan y posicionan agendas y son parte de las posibilidades que tenemos los ciudadanos para participar y deliberar el país que queremos.
Para discutir la reforma al artículo 102 lo que conviene es continuar discutiendo la pertinencia o no de la reforma, no la legitimidad que tiene quien la impulsa o no para exigirla, ni la del gobierno en turno y su mayoría legislativa para desestimar a estas organizaciones.
***
José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.
Twitter: @jicito