Un temblor, como los dos que hemos experimentado en las últimas semanas, es un fenómeno natural sobre el que no se tiene control alguno. Por eso, la discusión de política pública en torno a un fenómeno con estas características debe tener medidas preventivas y remediales. Para que ambas funcionen, tenemos que incorporar una de las características de la sociedad mexicana: la alta desigualdad. De no hacerlo, la situación se volverá aún más crítica para la población que de por sí se encuentra ya en una situación de pobreza. De hacerlo, en cambio, toda la solidaridad y compromiso que hemos visto por parte de la sociedad civil en los últimos días se canalizarían hacia la construcción de un país más incluyente.
Entre los sismos y lo que la desigualdad llama “circunstancias de origen” hay un punto en común: las personas no tienen control sobre ellos. En cuanto a las circunstancias, en la medida en que éstas determinen los logros de vida de las personas, la desigualdad de oportunidades persistirá. Un esquema igualitarista busca compensar a los individuos por desventajas relativas a sus circunstancias de origen. En ese mismo sentido, una política para reducir los riesgos asociados con un sismo requiere incorporar el que las desigualdades socioeconómicas observadas en las sociedades contemporáneas no están exentas del componente antes descrito y, por lo tanto, habrá que diseñarse e instrumentarse para que, ante un choque de estas características, la brecha social no se amplíe todavía más, ni mucho menos deje en una situación crítica y sin solución sostenible a ciertos grupos de la población.
El Profesor David B. Grusky, a partir de resultados que muestran una tendencia decreciente en las opciones de movilidad social en Estados Unidos, ha argumentado que dicho retroceso se debe, en parte, a que las oportunidades han dejado de ser parte del paquete de bienes públicos disponibles para la población norteamericana. Para obtenerlas hay que comprarlas bajo un esquema de consumo privado (educación, salud, seguridad, etc.). En cuanto al tratamiento de un fenómeno como un sismo, resulta necesario que eso no ocurra: la condición socioeconómica de los individuos no debe ser el principal determinante del grado de prevención o tiempo de recuperación asociados con un fenómeno natural. En un caso como el mexicano, donde las desigualdades arrojan situaciones extremas como la pobreza, el reto se vuelve todavía mayor.
Las diferencias económicas y sociales entre Ciudad de México y el sureste del país son bien conocidas, ¿en dónde existen mecanismos de prevención mejor establecidos? ¿Cuál de las dos zonas tiene mayor capacidad de recuperación después de un temblor? Y si hablamos de las desigualdades observadas en Ciudad de México, ¿todos los ciudadanos están en las mismas condiciones para elegir (comprar) la misma calidad de prevención? Todos esos ciudadanos, ¿tienen las mismas posibilidades para pagar por una recuperación ante los efectos del sismo? Las respuestas parecen obvias y tienen una implicación directa: sin la existencia de mecanismos establecidos para situaciones de prevención y recuperación ante este tipo de fenómenos naturales, la brecha de desigualdad se amplía.
Lo sucedido en las últimas dos semanas en nuestro país nos deja, por un lado, dolor y, por el otro, esperanza al observar la solidaridad y compromiso de los ciudadanos. Hay un tercer resultado tangible: junto con la experiencia histórica, nos hemos hecho de un caudal de conocimiento que debe servirnos para estar mejor preparados, pero, sobre todo, para enfrentar lo que vivimos actualmente de una manera en la que, al compensar por las desigualdades de México, logremos que la solidaridad y compromiso mostrados por la ciudadanía se transformen en un pacto social que derive en un país más incluyente.
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Roberto Vélez Grajales es Director Ejecutivo del CEEY.
Twitter: @robertovelezg