Por José Ignacio Lanzagorta García

Más claro ha sido a lo largo de estos primeros 100 días de gobierno que cuando estábamos en el cambio de administración, pero sí: es una transformación. Nos apresuramos a calificarla. La prisa caótica de sus detractores –y a veces de sus simpatizantes– por encontrar referentes de otras latitudes o de otros tiempos no hacen más que confirmar el clima de una metamorfosis incierta. Que si Chávez, que si Trump, que si López Portillo, que si Perón, que si –híjole– Hitler. El suspenso tiene a algunos de plano bajando la cortina de la democracia mexicana. La línea continua –no necesariamente recta– con la que íbamos contando la historia reciente de México se quebró.

La transición a la democracia en México se cuenta por reformas y por décadas, no por revueltas y sobresaltos. Primero se trató de dar representatividad e inclusión a los proscritos. Luego de que las elecciones fueran creíbles y limpias. Luego de abrir la información gubernamental al escrutinio público. Luego de fortalecer los contrapesos, la participación ciudadana y los mecanismos de rendición de cuentas. Si lo miramos con distancia, se trata de un relato lento, aspiracional y progresivo: la democracia –liberal– no nos llegó de golpe, sino poco a poco, reforma a reforma y no sin algunos retrocesos. Para más de un par de generaciones, hacer política en México había significado impulsar las múltiples agendas de la democracia liberal, pensar en un lenguaje de políticas públicas, vencer las resistencias, privilegios corporativos e inercias para instrumentar los manuales de diseño institucional.

En todas estas décadas, al pasado de un sistema de partido único no se le había tocado ni con el más suave pétalo de la nostalgia. Había estado claro que el deseo era más democracia y que ésta significa más partidos, elecciones más limpias y más liberalismo económico. Inclusive en las primeras victorias electorales de la izquierda, la tuvimos como un actor de corte liberal. López Obrador efectivamente rompió esta tendencia, esta narrativa, esta forma de hacer política. Cuando habló de una “cuarta transformación” de la República, sus detractores se escandalizaron, sus críticos se mofaron y los que van por la vida haciéndole al neutral pidieron escepticismo. Incluso creo que no era extraño encontrar entre los simpatizantes a quien la consigna les pareció tantito exagerada.

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López Obrador llegó al poder jugando las reglas del sistema, no rompiéndolas. En nuestra inercial cultural política, no se veían señales de transformación. Tal vez por eso ha sido particularmente difícil acomodarse con lo que sí va pareciendo una renovación institucional y, sobre todo, un cambio en la forma de hacer política. En su toma de protesta, López Obrador no sólo habló de terminar el modelo neoliberal, sino que también refirió como ejemplar algunos aspectos de un período que, prácticamente de consenso, se había elegido desechar. Hablaba del modelo económico de aquellos años del “milagro mexicano”, donde privaba un Estado fuerte, un Estado que construía instituciones… un Estado autoritario. Y así López Obrador rompió un tabú.

Eso ya lo sabemos. Sin embargo, si había alguien que creía que eso era sólo un discurso, los eventos de estos primeros cien días han mostrado un camino de transformación que, hasta ahora, luce nebuloso y desconcierta a propios y extraños. Personalmente, no encuentro clara la tendencia y, hasta ahora, todos los referentes me parecen tramposos para un lado o para otro. Lo cierto es que los parámetros típicos del análisis de la coyuntura política mexicana no están funcionando, el lenguaje mismo no está funcionando. Las herramientas siguen siendo las de la democracia liberal, las políticas públicas y los manuales de diseño institucional. Desde ahí, las consultas no tienen sentido, los recortes a programas exitosos tampoco, la evaluación de los proyectos de infraestructura arrojan delirios y lo que empieza a parecer el desmantelamiento de algunos organismos e instituciones suena a retroceso. Es otra cosa la que está pasando.

Claro que no hay contrapesos y oposiciones organizadas, como tanto se ha dicho en las últimas semanas. Por más de 20 años no habíamos experimentado un gobierno con mayoría virtualmente absoluta en el Congreso… y por quién sabe cuántos años más no habíamos experimentado uno que, encima, tuviera esa mayoría de forma legítima. La transformación que ha iniciado, hasta ahora, sólo ha podido ser calificada bajo los parámetros de la única forma que hemos entendido la política y la teleología mexicana en las últimas cuatro décadas: retroceso, autoritarismo, populismo, hiperpresidencialismo, colapso. Pero es otra cosa la que está ocurriendo. El consenso sobre la aprobación de la Guardia Nacional quizás haya revelado parte del nuevo camino a seguir. Vamos a necesitar otra caja de herramientas, otro lenguaje, otros parámetros. La política mexicana sí se está transformando.

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José Ignacio Lanzagorta García es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jilanzagorta

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