El periodista y escritor mexicano Sergio González Rodríguez falleció este lunes 3 de abril a causa de un infarto en un hospital de la Ciudad de México. El reportero de 67 años dividió su carrera entre el ensayo, la novela, la crónica y la investigación, aunque también se caracterizó por su enraizado amor por la música. González Rodríguez, autor de Huesos en el desierto (2002), El hombre sin cabeza (2009), Campo de guerra (2014) y Los 43 de Iguala (2015), fue merecedor al Premio Casa Amèrica Catalunya a la Libertad de Expresión en Iberoamérica 2013, el Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez, el Premio Anagrama de Ensayoentre otros galardones. Sergio también fungió como bajista del legendario, setenterísimo y avandaresco grupo de rock Enigma (aquellos de The call of the woman y Under the sign of aquarius).

El diario español El País define al periodista rocanrolero como una persona que “nunca desistió” y que “siempre fue una voz de denuncia importante en el país”. González Rodríguez no desistió en su quehacer periodístico aun cuando “fue brutalmente atacado por un grupo de sicarios en el DF” debido a su investigación sobre los feminicidios al norte de México. Ni el coágulo que se le formó en la cabeza tras la golpiza recibida ni la cojera resultante del ataque lograron parar la vocación periodística y explicativa del maestro González Rodríguez. Hoy, a su partida, recordamos su gran trayectoria con esta crónica/ensayo que gira alrededor del rock mexicano de los setenta: hoyos fonquis, drogas, pesadez, densidad, onda, puro sabor y guapacheo.

(Este texto del maestro Sergio González Rodríguez fue publicado originalmente en la revista Yaconic en octubre de 2016 y es reproducido con su permiso).

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LOS HOYOS FONQUIS

Me acuerdo, no me acuerdo. Cuando escucho el compuesto verbal “hoyos fonquis” de inmediato recuerdo la crónica inaugural de Parménides García Saldaña que dedicó a los sitios en los que diversos grupos de rock de México realizaron presentaciones a partir de 1969.

Pisos de edificios vacíos, naves industriales en desuso, cines abandonados, antiguos salones de baile que cobraban vida los domingos por la tarde para atraer una turba multicolor que aceptaba los entrecruzamientos sociales (“fresas”, obreros, oficinistas, desempleados de ambos sexos) que compartían el sudor y los roces corporales: “¿Ya viste a esa morra?”.

Aquella crónica debió publicarse en la revista Piedra Rodante, o en alguna otra de la época, y describía la avidez de expresarse de los jóvenes de la Ciudad de México en torno del rock, después de la represión gubernamental de 1968 contra ellos.

Foto: Piedra Rodante

Era una urbe que vería crecer sus orillas bajo el impulso de las nuevas generaciones, y cuya presencia está consignada asimismo en las imágenes de revistas como Pop, México Canta, Dimensión. O en la prensa amarillista de la época que, al mostrarlas, se escandalizaba sobre la “degeneración juvenil” desde que divulgó su icono de nunca jamás: la desnudez clara, esbelta, de la “encuerada de Avándaro”.

Foto: Alarma

El Salón Chicago de Peralvillo atrajo entonces la atención de la prensa y del público. Un salón de fiestas familiares que admitía ochocientas personas alrededor de un balcón-stage donde se apretujaban los músicos. La nave de los locos empujada por la multitud, las voces, los gritos, la batería y los amplificadores (Fender, Peavey, Acoustic, Sunn, Marshall). Hacia la medianoche, solo quedaba en la mente de los asistentes y en las calles desoladas el eco de una intensidad tan entrañable que tenía que ser revivida al domingo siguiente.

También cobrarían relevancia otros sitios semejantes, como el salón Maya (hacia el norte por Eduardo Molina), el Salón Revolución de Dr. Río de la Loza en el Centro, el Herradero de la Calzada Zaragoza en Santa Martha Acatitla o el Deportivo Nader de La Merced, cuya vigencia perduró hasta 1977-1978, cuando las obras para establecer los ejes viales en la Ciudad de México desmembraron barrios y zonas de la urbe. Después desapareció poco a poco la permisividad para los hoyos fonquis, que se desplazaron a municipios y poblaciones cercanas.

Hubo hoyos fonquis cuya vida se limitaba a una tocada, como llamábamos a esos actos que dependían de dos ingredientes primordiales: los grupos de rock y el público, la banda que aprobaba o desaprobaba la actuación de los músicos. En aquellas tocadas se gestó el rock en español, aunque los grupos cantaban también en inglés su repertorio.

De la ejecución obligada de covers (o versiones) de canciones de grupos ingleses o norteamericanos que ocuparon a los rockeros en la época de los “cafés cantantes” de principios y mediados de los sesenta, se dio un giro para proponer composiciones e imágenes propias.

Por ejemplo, en el grupo Enigma! (fundado en 1970) quisimos presentar una mezcla de imagen misteriosa con vestimenta negra y rock duro, mientras Toncho Pilatos buscaba fundir la influencia precortesiana y el rock experimental. O Medusa traducía la rebeldía más desarrapada con un estilo que anticipó a los punks ingleses.

La generación musical del Festival de Avándaro (1971) se originó en aquellas tocadas feroces, que congregaron a los mejores grupos de entonces, entre otros, además de los citados: Javier Bátiz, El Ritual, Love Army y Peace and Love (Tijuana), banda de la que derivaría Náhuatl; La Fachada de Piedra, La Revolución de Emiliano Zapata y 39.4 (Guadalajara); Dug Dugs (Durango); y Three Souls in my Mind, Tinta Blanca y Tequila de la Ciudad de la México.

Los grupos recogían las tendencias de esos años como el rock puro, el blues, el rock psicodélico, el rock progresivo e introducía acentos vernáculos e intervenciones creativas en torno de esas tendencias imperantes en los años sesenta y setenta. El alto volumen de los aparatos era una exigencia básica, y cada presentación se vivía como si fuera a ser la última.

Las tocadas eran un reto tanto para las bandas como para la gente, que exigía cada vez más de ellos. En este clima de supervivencia, las rivalidades entre los músicos eran cosas de todos los días, y estas fricciones terminaron por destruir incluso a los grupos. Las desbandadas y rupturas de sus integrantes fueron frecuentes.

Recuerdo que alguna vez el dueño del Salón de la Avenida 8 se le ocurrió organizar una tocada a la usanza de un “mano a mano” taurino con los dos grupos más populares del momento: Three Souls in my Mind y Enigma!

Foto: Getty Images

A pesar del esfuerzo de la banda de Alejandro Lora, Enigma! se llevó la noche: era difícil superar en escena a este grupo que ensayaba entre seis y ocho horas todos los días y actuaba en lucidez plena, mientras el Three se jactaba de casi nunca ensayar, pues les divertía más compartir el deleite de la narcosis de tiempo completo, sobre todo, durante las tocadas.

Para evitar la humillación, el Three decidió sobornar al presentador (que estaba tan high como ellos) para que anunciara un falso triunfo de Lora y su banda, lo que provocó no solo abucheos generalizados sino las carcajadas francas de los asistentes. El Three se fue con el rabo entre las patas. Para nosotros, aquello fue un juego de reglas torcidas y el fervor del público bastó para satisfacernos.

A la fecha, Enigma! es una leyenda del rock iberoamericano con piezas ya clásicas (“Bajo el signo de Acuario”, “El llamado de la hembra”, “El boogie de la avestruz”, “Guerreros del rock” o “Prisionero”), sobre todo debido a las aportaciones de su líder, cantante y primera guitarra Pablo Cáncer (1948-2013), ya que permaneció leal a su propuesta musical, mientras la mayor parte de los otros grupos se entregó al oportunismo mercantil carente de calidad.

Durante las tocadas las chicas usaban un estilo post-hippie: cabelleras largas, sandalias, botines o zapatos de plataforma, jeans y playeras, cintas o sombreros en la cabeza, y entre los muchachos imperaban, aparte de los jeans, las melenas de todo tipo, las playeras, las botas y los zapatos de plataforma. El estilo punk se usaría a partir de los años ochenta.

Imagen: Shutterstock

En aquellos lugares atestigüé cómo “la banda” hacía ruedas para alternarse por parejas en un baile, así como se lanzaban unos contra otros en el “slam” antes de que lo llamaran así. El baile era importante: allá se impuso un estilo, que con algunos cambios, aún perdura en los festejos populares, una suerte de danza de concheros y giros súbitos hacia atrás, adelante y a los lados al ritmo de las piezas de rock. Los pies son tijeras y los brazos aspas sincopadas.

Entre los momentos estelares de los hoyos fonquis estaría la tarde en la que, como una secuela del Festival de Avándaro, se reunieron cerca de doce mil personas en el Salón Maya (un predio industrial en desuso).

Tolerados por las autoridades de la delegación, los organizadores repartieron aquella vez volantes en las calles para anunciar la tocada durante los días previos, pegaron carteles a lo largo de las avenidas circunvecinas (Eduardo Molina, Robles Domínguez, Insurgentes Norte, el Metro La Raza o el Metro Indios Verdes, etcétera), y debieron pagar anuncios en la estación Radio Capital (una de las favoritas de entonces) que, en la voz persuasiva y grave del locutor César Alejandre, convocaban a la banda a asistir.

Tal era el modo como se realizaba una tocada en un hoyo fonqui y, desde luego, los riesgos eran evidentes: la suspensión del acto por parte de las autoridades, el anuncio mañoso de grupos que no estaban contratados, el “agandalle” de algún organizador que huía con el dinero y dejaba sin pago a los grupos, o el “truene” de la sesión por una riña entre los asistentes. Ni la gente ni los músicos tenían garantía de ningún tipo. Era una aventura fugaz en los límites de la propia circunstancia.

Foto: Facebook

En los hoyos fonquis se cifraba una forma de vida que perduraría siempre, de uno u otro modo, en quienes compartimos aquellos años. Me acuerdo, sí me acuerdo.

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