Por Sean B. Carroll

Milagros y maravillas

Figura 1. Puerta de Naabi, Parque Nacional del Serengeti.

La carretera de grava conocida oficialmente como ruta de Tanzania B-144 —una accidentada pista que descoyunta los huesos, hace castañetear los dientes y pone a prueba la vejiga— conecta dos de las grandes maravillas de África.

En su extremo oriental se alzan las enormes y verdes laderas del cráter del Ngorongoro, una gigantesca caldera de más de quince kilómetros de diámetro formada por el hundimiento de uno de los numerosos volcanes extintos del Gran Valle del Rift, y hogar de más de 25.000 grandes mamíferos. Al oeste se extienden las inmensas llanuras del Serengeti, nuestro destino aquel día de cielos despejados como si de una postal se tratase.

La ruta que media entre ambos puntos constituye un abrupto contraste con las exuberantes tierras altas del Ngorongoro.

No hay ningún manantial a la vista; los pastores y los niños masáis junto a los que pasamos, ataviados con un shuka de color rojo intenso, apacientan el ganado con los rastrojos secos que encuentran. Pero cuando atravesamos traqueteando la primera puerta que da acceso al Parque Nacional del Serengeti, marcada con un sencillo rótulo, el paisaje cambia.

Los masáis desaparecen, las extensiones casi estériles se convierten en praderas de color paja y, en lugar de las vacas y las cabras, se ven elegantes gacelas de Thomson, con su característica raya negra, que levantan la vista para ver quién o qué llena de polvo su desayuno.

Aumenta la expectación en nuestro Land Cruiser. Donde hay gacelas, puede haber otras criaturas al acecho entre la alta hierba. Abrimos el techo del vehículo, nos ponemos de pie y, con los ritmos africanos de Graceland, de Paul Simon, sonando en mi cabeza, empiezo a escudriñar el paisaje a un lado y a otro. Es mi primera visita a lo que los masáis llaman Serengit, que significa «llanuras infinitas». En mi peregrinaje a esta legendaria reserva natural me acompaña mi familia.

… pilgrims with families

and we are going to Graceland…

Al principio me siento un poco inquieto. ¿Dónde se halla la fauna? Es cierto, estamos en la estación seca, pero todo se ve realmente seco. ¿Está este lugar a la altura de su reputación?

En la extensión de llanura herbácea aparecen de vez en cuando pequeñas colinas rocosas, denominadas kopjes. Desde sus rocas graníticas, los animales (o los turistas) pueden otear el horizonte hasta varios kilómetros de distancia. Hay también termiteros de color gris o rojo que se alzan unas decenas de centímetros por encima de la hierba. La vista se dirige de forma natural hacia esas formas.

—¿Qué es eso de ahí? —pregunta alguien en el interior del vehículo.

Dos de nosotros cogemos los prismáticos y enfocamos un montículo aislado situado a unos 180 metros.

—¡Un león!

Una leona dorada se alza sobre la cima, mirando fijamente por encima de la hierba que la rodea.

«¡Bien! ¡Así que están aquí! —me digo—. Pero ¿esto es el famoso Serengeti?»

Será muy difícil divisar algo en medio de esta hierba alta y seca. Soy el único biólogo de mi clan, y no puedo esperar que nadie más quiera dedicarse a eso durante días.

A medida que avanzamos, aparecen algunas franjas de hierba verde, con unos cuantos árboles —las características acacias de copa achatada— dispersos aquí y allá. A través de esas manchas de color verde serpentea el cauce de un riachuelo, cargado de abundante agua. Tras subir una pequeña cuesta y doblar un recodo, tenemos que frenar de golpe y el vehículo derrapa; las cebras y los ñúes bloquean el camino y ocupan nuestro campo visual.

Es un mar de rayas. Probablemente más de 2.000 animales se han agrupado en torno a un gran abrevadero, lo que causa un verdadero alboroto. Las llamadas de las cebras son como una mezcla de ladrido y carcajada: «¡Kua-ha, kua-ha!»; mientras que el ñu parece limitarse a murmurar «¡Uh!». Estas manadas son grupos rezagados de la mayor migración animal del planeta, en la que hasta un millón de ñúes, 200.000 cebras y decenas de miles de otros animales se desplazan hacia el norte siguiendo la lluvia en busca de praderas más verdes.

Acercándose al abrevadero desde la pequeña loma situada a la izquierda —la «patrulla del amanecer»—, una hilera de elefantes con varias crías avanzan apresuradamente para no quedarse atrás.

Las manadas se separan para seguir su camino.

A partir de aquí, el Serengeti ofrece un interminable lienzo que contiene mamíferos de numerosos tamaños, formas y colores: pequeños facóqueros grises con la cola apuntando hacia arriba como nuestra antena de radio; no dos o tres, sino al menos nueve especies de antílopes: el diminuto dicdic, el enorme eland, el impala, el topi, el antílope acuático, el alcélafo, la gacela de Thomson y la de Grant —esta última de mayor tamaño—, y el ubicuo ñu; chacales de lomo negro; la altísima jirafa masái; y, desde luego, los tres grandes felinos divisados ya ese primer día: varios leones más, un leopardo dormitando en un árbol y un guepardo posando a solo unas decenas de centímetros del camino.

Aunque he visto muchas fotografías y películas, nada me había preparado para encontrarme por primera vez con ese imponente paisaje, ni puede arruinar la emoción que comporta.

Me invade un sentimiento extraño, y a la vez muy agradable, al contemplar con atención un extenso valle verde con multitud de criaturas y acacias que se extienden hasta donde alcanza la vista, mientras el sol empieza a ponerse tras las siluetas de las colinas circundantes.

Aunque es la primera vez que viajo a Tanzania, siento que estoy en mi hogar.

Y desde luego lo es: en todo el Valle del Rift, en África oriental, yacen enterrados los huesos de mis antepasados y los del lector, y los de los antepasados de nuestros antepasados. Encajada entre el cráter del Ngorongoro y el Serengeti se halla la garganta de Olduvai, un serpenteante laberinto de badlands —un tipo de paisaje de características áridas y que ha sufrido una gran erosión— de unos 50 kilómetros de largo.

En sus erosionadas laderas (a solo unos cinco kilómetros de la actual B-144) y tras décadas de búsqueda, Mary y Louis Leakey (y sus hijos) desenterraron no una, ni dos, sino tres especies distintas de homínidos que vivieron en África oriental hace entre 1,5 y 1,8 millones de años. A unos 50 kilómetros al sur, en Laetoli, Mary y su equipo descubrieron más tarde pisadas de hace 3,6 millones de años que dejó un antepasado nuestro de cerebro pequeño, pero que ya caminaba erguido:

el Australopithecus afarensis.

Aquellos huesos de homínidos que tanto trabajo costó encontrar eran preciosas agujas en un pajar de otros fósiles de animales que nos dicen que, aunque hayan cambiado los actores concretos, el drama que podemos contemplar todavía hoy —veloces manadas de animales que pastan mientras tratan de mantenerse fuera del alcance de una serie de astutos depredadores— no ha dejado de representarse durante miles de milenios. La abundancia de antiguas herramientas de piedra encontradas en las inmediaciones de Olduvai y de marcas de carnicería halladas en los huesos también nos dice que nuestros antepasados no eran meros espectadores, sino que en gran medida formaban parte de la acción.

La vida humana ha cambiado enormemente a lo largo de los milenios, pero nunca tanto, o tan deprisa, como en el último siglo.

Durante los casi 200.000 años de existencia de nuestra especie, Homo sapiens, la biología nos ha controlado. Recolectábamos frutas, bayas y plantas; cazábamos y pescábamos los animales que estaban disponibles; y, como el ñu o la cebra, nos desplazábamos cuando escaseaban los recursos. Aun después del advenimiento de la agricultura, la ganadería y la civilización, y el desarrollo de las ciudades, todavía éramos muy vulnerables a los caprichos del tiempo, al hambre y a las epidemias.

Pero solo en los últimos cien años más o menos hemos cambiado las tornas y tomado el control de la biología.

La viruela, causada por un virus que en la primera mitad del siglo xx causó la muerte de nada menos que 300 millones de personas (mucho más que todas las guerras juntas), además de estar dominada, ha sido erradicada del planeta.

La tuberculosis, causada por una bacteria que en el siglo XIX infectó a entre el 70-90 por ciento de los residentes urbanos y que, por ejemplo, en Estados Unidos probablemente fue la causa de la muerte de uno de cada siete habitantes, casi ha desaparecido del mundo desarrollado. Hoy, más de dos docenas de otras vacunas previenen enfermedades que antaño infectaron, incapacitaron o acabaron con la vida de millones de personas, como la polio, el sarampión y la tosferina. Asimismo, mediante fármacos de laboratorio se ha conseguido frenar la expansión de otras enfermedades mortales que no existían en el siglo XIX, como el sida.

La producción de alimentos se ha transformado de forma tan radical como la medicina.

Un agricultor romano de la Antigüedad sin duda habría reconocido los aperos de un agricultor norteamericano de la década de 1900 —el arado, la azada, la grada y el rastrillo—, pero sería incapaz de entender la revolución que se produjo después. En el transcurso de solo cien años la cosecha media de maíz se multiplicó por más de cuatro, pasando de unos 2.000 a unos 9.200 kilos por hectárea.

Asimismo, se produjeron incrementos similares en el trigo, el arroz, los cacahuetes, las patatas y otros cultivos. Con el impulso de la biología, y la introducción de nuevas variedades de cultivos, nuevas razas de ganado, insecticidas, herbicidas, antibióticos, hormonas y fertilizantes, además de la mecanización, hoy la misma cantidad de tierra agrícola-ganadera alimenta a una población cuatro veces mayor; pero esto se logra con menos del 2 por ciento de la mano de obra nacional, mientras que hace un siglo se requería el 40 por ciento.

Los efectos combinados de los avances médicos y agrícolas del último siglo en la biología humana han sido enormes; la población humana aumentó de manera significativa: pasó de menos de 2.000 millones de personas a más de 7.000 millones en la actualidad.

Se necesitaron 200.000 años para que la población humana alcanzara la cifra de 1.000 millones (lo que ocurrió en 1804), y en la actualidad se incrementa esa misma cifra cada doce o catorce años.

Y, por ejemplo, en Estados Unidos los hombres y las mujeres nacidos en 1900 tenían una esperanza de vida de unos cuarenta y seis y cuarenta y ocho años, respectivamente, mientras que los nacidos en 2000 tienen una esperanza de vida de alrededor de setenta y cuatro y ochenta años. En comparación con los ritmos de cambio de la naturaleza, estos incrementos de más del 50 por ciento en un período de tiempo tan breve resultan asombrosos.

Como expresa Paul Simon de forma tan pegadiza, vivimos tiempos de milagros.

 

LEYES Y REGULACIONES

Nuestro dominio, nuestro control de las plantas, los animales y el cuerpo humano proviene de un conocimiento todavía en desarrollo del control de la vida en el aspecto molecular. Y lo más crucial que hemos aprendido sobre la vida humana acerca de esa cuestión es que todo está regulado. Lo que pretendo decir con esta vaga afirmación es que:

* todas las clases de molécula del cuerpo —desde las enzimas y las hormonas hasta los lípidos, las sales y otras sustancias químicas— se mantienen en unos niveles concretos; en la sangre, por ejemplo, algunas moléculas son 10.000 millones de veces más abundantes que otras sustancias;

* todos los tipos de célula del cuerpo —glóbulos rojos, glóbulos blancos, células de la piel, células intestinales, y más de otras 200 clases de células— se producen y mantienen en un cierto número; y

* todos los procesos del cuerpo —desde la multiplicación celular hasta el metabolismo del azúcar, la ovulación o el sueño— están regidos por una sustancia o conjunto de sustancias concreto.

En su mayoría, las enfermedades son el resultado de las anormalidades de regulación, por las que se produce demasiado o muy poco de algo.

Por ejemplo, cuando el páncreas produce muy poca insulina, el resultado es la diabetes; o cuando el torrente sanguíneo contiene demasiado colesterol «malo», el resultado puede ser arteriosclerosis e infartos. Y cuando las células escapan a los controles que normalmente limitan su multiplicación y número, puede aparecer un cáncer.

Para intervenir en una enfermedad, hemos de conocer las «leyes» de la regulación. La tarea de los biólogos moleculares (un término general que utilizaré aquí para referirme a cualquiera que estudie la vida en el aspecto molecular) es determinar —por tomar prestados algunos términos deportivos— cuáles son los «jugadores» (moléculas) involucrados en la regulación de un proceso y cuáles las reglas que gobiernan su «juego».

En los últimos cincuenta años hemos aprendido las reglas que gobiernan los niveles corporales de diversas hormonas distintas, el azúcar en sangre, el colesterol, las sustancias neuroquímicas, el jugo gástrico, la histamina, la presión arterial, la inmunidad a los patógenos, la multiplicación de diversos tipos de células y muchos otros. En los premios Nobel de Fisiología o Medicina han predominado numerosos investigadores que han descubierto los «jugadores» y las reglas de distintos tipos de regulación.

Hoy las estanterías de las farmacias se abastecen con el fruto práctico de ese conocimiento.

Gracias a la interpretación molecular de la regulación, se han desarrollado una plétora de fármacos destinados a restaurar los niveles de diversas moléculas o tipos de células clave a sus valores normales y saludables. Prueba de ello es que la mayoría de los 50 principales productos farmacéuticos del mundo (que en conjunto representaron una cifra de 187.000 millones de dólares en ventas en 2013) deben su existencia directamente a la revolución acaecida en la biología molecular.

La tribu de los biólogos moleculares, mi tribu, siente un justificado orgullo por su aportación colectiva a la cantidad y calidad de la vida humana. De hecho, los espectaculares progresos realizados tras descifrar la información del genoma humano están marcando el comienzo de una nueva oleada de avances médicos al permitir el diseño de fármacos más específicos y potentes. La revolución en la comprensión de las leyes que regulan nuestra biología continuará.

Uno de los propósitos de este libro es volver la vista atrás para ver cómo se produjo esa revolución y mirar hacia delante para ver adónde se dirige.

Pero el reino molecular no es el único ámbito de la vida que tiene leyes, ni la única rama de la biología que ha experimentado una transformación en el último medio siglo. El objetivo de la biología es entender las leyes que regulan la vida en todas sus escalas.

En ese sentido, se ha producido una revolución paralela, aunque menos visible, en la medida en que una tribu distinta de biólogos han descubierto las leyes que gobiernan la naturaleza a escalas mucho mayores. Y puede que dichas leyes tengan tanto o más que ver con nuestro futuro bienestar que todas las leyes moleculares que podamos descubrir jamás.

LAS LEYES DEL SERENGETI

Esta segunda revolución comenzó a florecer cuando unos pocos biólogos empezaron a formular preguntas sencillas y en apariencia ingenuas: ¿por qué nuestro planeta es verde? ¿Por qué los animales no se comen todo el alimento? ¿Y qué ocurre cuando se elimina a ciertos animales de un determinado lugar? Estas preguntas llevaron a descubrir que, al igual que existen reglas o leyes moleculares que regulan el número de las diversas clases de moléculas y células del cuerpo, también hay reglas o leyes ecológicas que regulan el número y el tipo de animales y plantas que viven en una determinada zona.

Llamaré a estas reglas ecológicas las «leyes del Serengeti».

Porque este es un lugar donde han sido bien documentadas mediante audaces estudios a largo plazo, y porque determinan, por ejemplo, cuántos leones o elefantes viven en una sabana africana. Y asimismo, entre otras cosas, nos ayudan a entender qué ocurre cuando los leones desaparecen de su medio.

Sin embargo, esas leyes se aplican a un contexto mucho más amplio que la región del Serengeti, puesto que su funcionamiento se ha observado en todo el mundo y se ha visto que actúan en los océanos y lagos, y no solo en tierra (por lo que podría haberlas denominado las «leyes del lago Erie», pero parece que en este caso el nombre no suena tan majestuoso).

Tales leyes son a la vez sorprendentes y profundas.

Sorprendentes porque explican la existencia de vínculos entre las criaturas que no resultan obvios; y profundas porque determinan la capacidad de la naturaleza para producir los animales, las plantas, los árboles y el aire puro y el agua limpia de los que dependemos.

Pese a ello, y a diferencia de la considerable atención y el gasto que dedicamos a aplicar las reglas moleculares de la biología humana a la medicina, lo hemos hecho muy mal a la hora de considerar y aplicar esas leyes del Serengeti a los asuntos humanos. Antes de aprobar cualquier fármaco para el uso humano, este debe superar una serie de rigurosos ensayos clínicos que verifiquen su eficacia y su seguridad.

Además de medir la capacidad del fármaco para tratar una determinada afección médica, esos estudios comprueban si puede causar efectos secundarios problemáticos e interferir con otras sustancias del cuerpo o en la regulación de otros procesos.

Los criterios de aprobación ponen el listón muy alto: alrededor del 85 por ciento de los fármacos candidatos no superan los ensayos clínicos.

Este elevado porcentaje de rechazo es, en parte, un reflejo del bajo nivel de tolerancia de los médicos, los pacientes, la industria farmacéutica y los organismos reguladores con respecto a los efectos secundarios que con frecuencia acompañan a los fármacos.

En cambio, durante casi todo el siglo XX, y en la mayor parte del planeta, los humanos hemos cazado, pescado, cultivado, forestado y quemado lo que nos apetecía, y nos hemos establecido donde queríamos, sin entender o considerar apenas —o nada— los efectos secundarios de alterar las poblaciones de diversas especies o de trastornar sus hábitats.

Al dispararse nuestra población a los 7.000 millones de habitantes, los efectos secundarios de nuestro éxito están generando titulares inquietantes.

Así, por ejemplo, el número de leones del mundo ha caído en picado, al pasar de alrededor de 450.000 hace solo cincuenta años a 30.000 en la actualidad. El rey de la selva, que antaño deambulaba por toda África, además del subcontinente indio, ha desaparecido de 26 países. Hoy Tanzania alberga el 40 por ciento de todos los leones de África, con uno de sus principales reductos en el Serengeti.

En los océanos se han producido historias similares.

Los tiburones recorren los mares desde hace más de 400 millones de años, pero solo en los últimos cincuenta años las poblaciones de muchas especies de todo el mundo se han reducido entre un 90-99 por ciento. Actualmente el 26 por ciento de los tiburones, incluido el pez martillo gigante y el tiburón ballena, están en peligro de extinción.

Alguien podría decir: «¿Y qué? Nosotros ganamos, ellos pierden. Así funciona la naturaleza». Sin embargo, no es así como funciona la naturaleza. Del mismo modo que la salud humana sufre cuando el nivel de algún componente clave es demasiado bajo o demasiado alto, hoy, gracias a las leyes del Serengeti, sabemos cómo y por qué pueden «enfermar» ecosistemas enteros cuando las poblaciones de determinados miembros son demasiado bajas o demasiado altas.

Cada vez hay más evidencias de que los ecosistemas globales están enfermos, o al menos muy exhaustos.

Uno de los criterios de medición que han desarrollado los ecólogos es la huella ecológica total de la actividad humana derivada del cultivo de productos para la alimentación y los materiales, el pastoreo, la explotación forestal, la pesca, las infraestructuras para la vivienda y la energía, y la quema de combustibles. Luego esas cifras pueden compararse con la capacidad de producción total del planeta. El resultado es uno de los gráficos más sencillos pero reveladores que he encontrado en la bibliografía científica (véase la figura 2).

Hace cincuenta años, cuando la población humana rondaba los 3.000 millones de personas, a lo largo de un año utilizábamos alrededor del 70 por ciento de la capacidad anual de la Tierra. La cifra llegó al 100 por ciento en 1980, y hoy día se mantiene por encima del 150 por ciento, lo que significa que necesitamos 1,5 planetas Tierra para regenerar lo que utilizamos en un año. Pero, como señalan los autores de este estudio —actualmente anual—, en total no tenemos más que una Tierra disponible.

Hemos tomado el control de la biología, pero no de nosotros mismos.

FIGURA 2. Tendencia de las demandas ecológicas de la humanidad en relación con la capacidad de producción de la Tierra. Hoy superamos aproximadamente en un 50 por ciento lo que el planeta puede regenerar.

LEYES PARA VIVIR

Por tendencioso que parezca viniendo de un biólogo, lo cierto es que el impacto de la biología en el último siglo demuestra que, entre todas las ciencias naturales, esta es clave en los asuntos humanos. No cabe duda de que a la hora de afrontar los retos de proporcionar alimento, medicina, agua, energía, refugio y sustento a una población en constante crecimiento, la biología ha de desempeñar un papel fundamental en un futuro previsible.

Todos los biólogos que conozco que entienden de ecología se muestran muy preocupados por el declive de la salud del planeta y su capacidad para seguir proporcionándonos lo que necesitamos, por no hablar de apoyar a las demás criaturas. ¿Acaso no sería una terrible ironía que, mientras nos desvivimos por descubrir más curas a toda clase de amenazas moleculares y microscópicas a la vida humana, siguiéramos adelante a toda vela feliz o deliberadamente ignorantes del estado de nuestro hogar común y de la gran amenaza que supone ignorar cómo funciona la vida a mayor escala?

Sin duda, la mayoría de los pasajeros del Titanic también estaban más preocupados por el menú de la cena que por la velocidad y la latitud a la que navegaban.

Así pues, por nuestro propio bien, conozcamos todas las reglas, y no solo las relativas a nuestro cuerpo. Solo mediante una comprensión y una aplicación más amplias de estas reglas ecológicas controlaremos y tendremos la posibilidad de invertir los efectos secundarios que estamos generando en el planeta.

Pero mi propósito en este libro es ofrecer mucho más que unas cuantas reglas, por muy prácticas y urgentes que sean.

Dichas reglas son la merecida recompensa de la prolongada aventura, todavía en marcha, de entender cómo funciona la vida. Uno de mis objetivos aquí es retratar vívidamente esa aventura, así como los placeres derivados del propio descubrimiento. Mi premisa es que la ciencia resulta mucho más placentera, comprensible y memorable cuando seguimos los pasos de científicos de todo el mundo, entramos en su laboratorio y compartimos sus luchas y sus triunfos. Este libro se compone íntegramente de las historias de personas que abordaron grandes misterios y desafíos, y lograron cosas extraordinarias.

En cuanto a lo que descubrieron, hay mucho más que ganar aquí que el mero hecho de disponer de mejores manuales de operaciones para nuestros cuerpos o los ecosistemas. Una de las falsas creencias que mucha gente tiene sobre la biología (sin duda, por culpa de los biólogos y de los exámenes de biología) es que entender la vida requiere manejar un enorme número de datos. La vida parece presentar —en palabras de un biólogo— «una casi infinidad de detalles que hay que ordenar caso por caso».

Otro de mis propósitos en este libro es mostrar que no es así.

Cuando consideramos el funcionamiento del cuerpo humano o la escena con la que me encontré en el Serengeti, los detalles parecen abrumadores, las piezas demasiado numerosas y sus interacciones demasiado complejas. El poder del pequeño número de leyes generales que describiré aquí reside en su capacidad de reducir fenómenos complejos a una lógica más sencilla de la vida. Dicha lógica explica, por ejemplo, cómo nuestras células o nuestros cuerpos «saben» incrementar o reducir la producción de alguna sustancia. La misma lógica explica por qué una población de elefantes en la sabana aumenta o disminuye. Así, aunque las leyes moleculares y ecológicas concretas difieren, su lógica general es notablemente similar. Creo que entender esta lógica refuerza con creces nuestra comprensión de cómo funciona la vida a distintos niveles.

De las moléculas a los humanos, de los elefantes a los ecosistemas.

Lo que espero que los lectores encuentren aquí, pues, es una nueva percepción e inspiración; percepción de las maravillas de la vida a diferentes escalas; e inspiración en las historias de personas excepcionales que abordaron grandes misterios y tuvieron brillantes ideas, y de unas pocas cuyos extraordinarios esfuerzos han cambiado nuestro mundo para mejor.

Después de cinco días en el Serengeti, hemos divisado todas las especies de grandes mamíferos excepto una. Pero cuando emprendemos nuestro viaje de regreso a través de las praderas de color paja, como si alguien hubiera preparado la escena, aparece en el horizonte una nueva silueta con un cuerno prominente y revelador:

un rinoceronte negro.

Dado que solo quedan 31 rinocerontes en el Serengeti, el avistamiento es tan raro como emocionante. Pero sabiendo que antaño hubo aquí más de un millar de estos animales, representa también un serio recordatorio de los retos que tenemos por delante. Aunque, gracias al conocimiento de las leyes moleculares que regulan las erecciones humanas, hoy tenemos al menos cinco distintas píldoras baratas capaces de hacer el mismo efecto, todavía continúa la caza furtiva de rinocerontes con el fin de utilizar sus cuernos como costosísimo afrodisíaco en Oriente.

These are the days of miracle and wonder,

And don’t cry baby, don’t cry.

Don’t cry.

 

Sean Carroll, Las leyes del Serengeti, Debate, 2019

¿Cómo funciona la vida? ¿Y cómo logra la naturaleza producir la cantidad adecuada de cebras y leones en la sabana africana, o de peces en el mar? Igualmente, ¿cómo produce nuestro cuerpo el número adecuado de células para nuestros órganos?

En Las leyes del Serengeti, de donde hemos sacado el fragmento anterior, el premiado biólogo Sean B. Carroll cuenta la historia de los pioneros científicos que buscaron la respuesta a estas preguntas tan sencillas como fundamentales, y muestra hasta qué punto sus descubrimientos son importantes para nuestra salud y para la salud del planeta.

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