Por Mariana Pedroza
Uno de los rasgos distintivos de la generación millennial es la búsqueda de autenticidad. De ahí emergen muchos de sus comportamientos: la renuencia a permanecer en un trabajo que va en contra de sus ideales, la defensa de la diversidad, la exploración espiritual y sexual, así como la persecución de formas de vida alternativas en donde tengan cabida sus looks, sus hobbies y sus preferencias.
Muchos cambios sociales han ocurrido gracias a esa inquietud, sobre todo en el terreno laboral, que lentamente comienza a ajustarse a los valores de esta generación y a ofertar más horarios flexibles, oficinas pet friendly con hamacas y videojuegos y así, un amplio etcétera. Al mismo tiempo, el internet se llena cada vez más con personajes que buscan destacar del resto con expresiones estridentes —y a veces incluso inverosímiles— de individualidad. Ser auténticos o no ser, parece ser la consigna.
Sin embargo, para poder serlo hace falta preguntarnos primero: ¿existe tal cosa como un yo verdadero? Si existe, ¿cómo podemos estar seguros de estarlo alcanzando? Si no existe, ¿entonces qué estamos buscando cuando buscamos “ser auténticos”? Más aún: ¿buscar ser auténticos aumenta o disminuye nuestra felicidad?
Alan Watts, en The Book of the Taboo Against Knowing Who You Are (El libro del tabú en contra de saber quién eres) explora la cuestión desde el punto de vista del hinduismo y afirma que el problema de los occidentales es que nos hemos olvidado que formamos parte de un Todo, lo que nos aísla y nos provoca sufrimiento.
Pensemos en una mano y en una muñeca, por ejemplo, ¿por qué reciben nombres distintos si no hay separación entre una y otra? En realidad, nombramos a las cosas para poder concebirlas por separado y aprehenderlas mejor; así, aprendimos a llamar a una mano y a otra muñeca, pero la separación no existe per se, ambas forman parte del mismo sistema y dependen una de la otra.
Algo similar ocurre en el campo social, dice Watts: recibimos un nombre y a partir de él recibimos el deber tácito de distinguirnos del resto, pero olvidamos que nuestra identidad nace en el seno de una sociedad con un lenguaje y una cultura predeterminada. No sólo eso: una de las cualidades que nos conforma como humanos es nuestra capacidad de imitar; así aprendemos a hablar, a caminar y a funcionar en sociedad, copiamos reacciones emocionales de nuestros padres e incluso aprendemos qué sonidos o qué olores son agradables o desagradables. «La sociedad es nuestra mente y cuerpo en extensión», concluye Watts.
Visto así, buscar ser diferentes es una especie de contradicción, porque implica negar la condición básica de nuestra esencia: ser nosotros mismos implica ser también con los otros y a partir de los otros. O dicho de otra forma: nuestro ser verdadero, aquel que tan sedientamente buscamos, no se encuentra en nuestras diferencias. La autenticidad puede seguir siendo un bien a perseguir, pero sólo si la consideramos como una aceptación de lo que somos, sin que eso tenga que pasar necesariamente por lo novedoso, lo único o lo original.
Eso no significa que no podamos tener preferencias o ser críticos con el sistema de valores que se nos impone, pero si pensamos que la rivalidad, la competencia y la baja autoestima también emergen del deseo de diferenciarnos (o de no estarnos diferenciando lo suficiente), entonces abandonar dicha tarea puede brindarnos un gran descanso.
Alain de Botton, en su libro Cómo pensar más en el sexo, es un poco más radical al respecto. Para él, habría que renunciar del todo a la autenticidad: dentro de nosotros –dice– coexisten una serie de fuerzas hormonales, sentimentales e ideológicas que resultan contradictorias y nos arrastran en distintas direcciones. Querer obedecer a cada una de estas fuerzas supone un trabajo imposible que, de ejecutarlo a cabalidad, nos condena a tener una vida sumamente inestable, como el casado que siente que se divorcia cada vez que tiene una inclinación sexual hacia otra persona. Sólo quien renuncia a tener absoluta congruencia en cada uno de los momentos puede tomar una decisión y ceñirse a ella, dice Alain.
Creo que al final se trata simplemente de eso: de la forma en la que nos apropiamos de nuestras decisiones, independientemente de todas sus motivaciones.
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Mariana Pedroza es filósofa y psicoanalista.
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