Por José Ignacio Lanzagorta García

Entre refinerías, acusaciones mutuas de corrupción y, bueno, todo el estrés electoral y ansiedad pre mundialista, estamos hablando también del miembro de Zague. Supongo que no queda usuario de whatsapp al que no le haya llegado una, dos o tres veces por alguno de sus grupos en los que hacen algo más que felicitarse mutuamente por sus cumpleaños. No es sólo la discusión sobre si es “impresionante”, como el mismo hombre atado a ese falo así mismo lo califica, sino toda la situación: una celebridad futbolística hoy devenida en periodista deportivo próximo a comenzar su cobertura del Mundial de Rusia que encima está casado con una carismática conductora de noticias. Una nude VIP, con audio icónico y puesta en plena coyuntura desfavorable para la víctima.

¿Está mal? Sí, está mal. No parece que Zague quisiera compartir este video con el mundo, sino sólo con una destinataria particular –o tal vez con uno, qué mas da–. Cada reenvío de ese video es una violación a la intimidad del futbolista. Bueno, pero no es grave, ¿o sí? Quién sabe. Quién sabe qué consecuencias tenga para él esta filtración. La intuición nos dice que no, no puede ser demasiado grave, que no pasa de un par de semanas de memes, risas y chistes de mal gusto, pero que su carrera difícilmente se verá afectada por esto. Quién sabe si sus relaciones interpersonales sí. Pero el que para Zague pudiera no ser una situación grave no significa que esto ocurre así con toda la circulación de nudes y packs. Otros y, sobre todo otras, más jóvenes, sin fama o en contextos comprometedores, pueden ser especialmente vulnerables ante una exhibición involuntaria de sus cuerpos y de situaciones íntimas. Los riesgos se multiplican. Las consecuencias de una filtración de este tipo pueden ser devastadoras para algunas vidas.

Lo que le ocurrió a Zague es todo menos una novedad en nuestro tiempo: una vez que le das “enviar” a una imagen, a un texto, a un video, contenga lo que contenga, no tienes control alguno sobre el destino de esa pieza. Si una imagen tiene algún tipo de utilidad, para más de una persona, incluso –o especialmente– en un sentido distinto al que fue concebida, lo más probable es que tarde o temprano trascienda al destinatario inicial. Es la ley no sólo del sexting, sino de toda la vida online. Los expertos en estos temas insisten una y otra vez en ello: no es culpa de quien envía la nude el escarnio que vive, sino de quien viola el acuerdo de no redistribuir y de paso de todos los que reímos y retuiteamos. Pero esa eventual pérdida de control sobre la pieza mediática enviada debe ser siempre tomada en cuenta por cualquier usuario antes de darle “send”. Y contra eso ya hay un montón de estrategias y plataformas que siguen afinándose.

Sin embargo, como decía, esto ya es todo menos una novedad. Hace poco más de dos décadas que comenzó la disposición de cámaras web, pero apenas hace una que un celular con cámara y conectado a la red se ha ido convirtiendo en un objeto más o menos generalizado. La circulación instantánea y masiva de pedacitos y huellas de lo que somos y hacemos, incluido nuestro erotismo, impacta la sociabilidad cotidiana de generaciones enteras. Me pregunto si entre los cambios culturales profundos derivados de esta circulación, el tráfico de nudes, las filtraciones, la invasión a la intimidad que daba pie a la ciencia ficción de los 90, alterará nuestra relación con el cuerpo desnudo. Me pregunto si la transgresión, usos y chantajes sobre la exhibición involuntaria del desnudo agonizan. Tal vez los más jóvenes tengan la respuesta, tal vez lo terminemos de asimilar todavía en un par de décadas más.

Sospecho que el valor de una nude filtrada en 2008 no tiene el mismo impacto que en 2018. Por supuesto, depende de quién, depende en qué contexto, depende todo. Pero pensemos en situaciones similares. No quiero decir que hoy sea inocuo y, como he dicho, puede seguir siendo devastador especialmente para chicas adolescentes en las que la filtración activa todo tipo de dispositivos machistas estigmatizantes –o pensemos que, en el caso de Zague, justamente esos mismos dispositivos son los que lo hacen “menos grave”–. Pero sospecho que a medida que estos casos se han vuelto cotidianos, incluso entre celebridades, la novedad, el morbo, la transgresión que implica, en contra de su voluntad, ver el cuerpo desnudo y erotizado de la compañera, del vecino, comienza a normalizarse. Tal vez todo este sainete infantil de hacer escarnio con las nudes filtradas ha sido el tramo amargo para la construcción de una valoración más relajada del cuerpo desnudo.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter:@jicito

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