Por Esteban Illades
Esta semana Andrés Manuel López Obrador y su gobierno cumplirán seis meses en el poder. Más allá del cliché, empujado con significados opuestos tanto por oposición como por el propio AMLO, de que estos seis meses se han sentido como seis años, lo cierto es que este inicio lleno de grandes anuncios –todos hechos por el presidente mismo, por quién más– ya ha generado sobrecarga en muchos lados.
El comienzo del sexenio ha llevado a la fatiga a tres de los principales actores políticos nacionales: al gobierno federal, a los medios de comunicación, y a aquello que se autodefine como oposición, pero que sigue sin aparecer y saber qué es en realidad a pesar de que en julio se cumplirá un año de la tunda histórica que recibió en las urnas.
Empecemos por el gobierno federal.
Sin duda el desgaste comienza a mostrarse en las renuncias de integrantes del gabinete. Dos en una semana, la primera mucho más significativa que la segunda: Germán Martínez, en larga carta, informó de su renuncia al IMSS tras denunciar incontables choques con la Secretaría de Hacienda, al grado incluso de mencionar que el secretario y su equipo estaban metiendo las manos en las decisiones del Instituto.
La renuncia se presentó en un clima complicado, pues junto con ella vinieron los detalles, primero de la prensa y después de los funcionarios y médicos mismos del IMSS, en los que se acusa de una grave crisis en el sector salud. Crisis respecto al suministro de medicinas a pacientes, crisis respecto a los insumos con los que debe trabajar el personal médico –entiéndase, falta de jeringas, de grapas, incluso de cubrebocas–, y crisis en el retraso de pago de sueldos, así como en el despido de personal esencial para sostener el Instituto Mexicano del Seguro Social.
Sin embargo, la renuncia no pareció acusar recibo del lado presidencial, pues el mensaje, tanto de AMLO como de su partido político, viró hacia la descalificación. En vez de que Martínez aguantara el vendaval, se bajó a la primera, fue lo que se dijo. Mala interpretación: lo primero que debió haberse leído fueron los motivos escritos en la propia carta, no las suposiciones sobre por qué un funcionario hizo esto o aquello.
A veces en la política la gente se complica la vida de más y ve intenciones ulteriores donde no las hay. Aquí, con argumentos, Martínez lo dejó claro: no podía dirigir un instituto tan importante con una reducción presupuestal de tal magnitud.
Había vidas de por medio en los sacrificios que le pedían.
La segunda renuncia, la de Josefa González-Blanco –hasta tuve que guglear su nombre para cerciorarme, pues así de trascendente fue– tampoco sorprende. Dirán algunos que qué entereza de la secretaria renunciar tras detener un vuelo casi 40 minutos porque se le hizo tarde para subir al avión, pero la realidad es que esto tampoco es algo nuevo de la clase política. Ni importunar a los ciudadanos –en este caso los pasajeros del vuelo–, ni renunciar tras ser obligados –el propio López Obrador dijo que él le sugirió tomar el camino. Algo similar sucedió con David Korenfeld, titular de Conagua el sexenio pasado, cuando se supo que estaba utilizando transporte de la Comisión como taxi privado. En ese caso fueron los vecinos quienes documentaron los hechos; aquí un par de tuits de pasajeros en el mismo vuelo fueron quienes dieron altavoz a lo sucedido.
Queda la pregunta sin respuesta: ¿de no haber sido denunciada por los pasajeros, hubiera renunciado?
Más allá del acto, la renuncia nos regresa al tema del desgaste. González-Blanco, a pesar de tener una cartera muy exigida –con la contaminación, con los incendios forestales, con el Tren Maya, con Dos Bocas, con el aeropuerto; vaya con todo aspecto central de este nuevo gobierno–, brilló por su ausencia. Nunca alzó la voz salvo para decir que Dos Bocas estaba bien a pesar de no tener estudios de impacto ambiental. El desgaste fue mutuo; ni ella tenía interés en su puesto ni el presidente en que ella jugara un papel activo en la administración.
Y pues eso es obvio a seis meses: en este sexenio todo gira alrededor del presidente. Él decide, él da lo datos, él pone la pauta. Su gobierno vive a la espera de la conferencia de prensa matutina para poder saber qué agenda llevará, qué tendrá que investigar, qué tendrá que proponer y hasta inventar.
AMLO lleva todas las riendas juntas, y no suelta una sola.
Se podrá decir, como se ha dicho en varias mesas de análisis, que ése es “su estilo de gobernar”, pero la idea de tener una administración pública federal, con secretarías, organismos desconcentrados, organismos descentralizados y demás, es que el presidente no tenga que estar tomando todas y cada una de las decisiones: con un memorando emitido a principios de este mes, por ejemplo, él es quien debe decidir quién puede salir al extranjero y quién no si se trata de funcionarios de gobierno o gente que utilice recursos públicos. A ese nivel ha llegado. A autorizar boletos de avión.
Y claro que eso desgasta.
Por otro lado están los medios de comunicación, que siguen sin tomar del todo el pulso a la presidencia y a los votantes. Falta explicar o incluso intentar de explicar por qué siguen tan altos sus niveles de aprobación, por qué la gente apoya lo que hace. Porque si uno lee la prensa lo que encuentra es un país en ruinas, al borde del colapso. Esto ya es Venezuela del Norte, según las notas.
Y no es que no haya indicadores preocupantes –salud, economía, seguridad–. Vaya que los hay. Pero así como con la ola de Trump arrasó Estados Unidos, a casi un año de la elección los medios, quienes deberían ser los primeros en entender para poder explicar, siguen sin llegar a conclusiones claras de por qué López Obrador está en el poder y por qué la mayoría de los mexicanos está feliz con ello. Por más que no parezca tener sentido.
Y por último la oposición: si hablamos de la partidista, pues ésa es inexistente. El PRI funciona como bisagra en el Congreso, lo que necesita pasar Morena lo intercambia con ellos. El PAN planta cara cuando no le queda de otra. Y los demás partidos flotan de un lado a otro sin mayor consecuencia.
Afuera, en las calles, el movimiento es nulo. Quizá esa imitación de los chalecos amarillos franceses haya sido de lo más destacado en términos de organización, pero aun así sólo fue relevante por su torpeza. Porque, para empezar, los autodenominados “chalecos amarillos” de aquí no comparten absolutamente ningún ideal con los originales –en Francia son de clase popular, en contra de los medios de comunicación masivos, antimigración, en busca de mejores sueldos y prestaciones laborales–. Aquí lo único que quieren es echar al presidente al mismo tiempo que le piden que se ponga a trabajar.
Ni siquiera engloban un mensaje claro.
Pero más allá de eso, no hay nada. A seis meses de la asunción del poder por parte de López Obrador, a casi un año de su victoria, lo que se empieza a ver es cansancio por parte de todos. Y eso no es bueno para nadie. Ni para el presidente, que todavía tiene casi cinco años y medio por delante; para los medios, que tienen que aprender a sobrevivir en este nuevo ecosistema; y para la oposición, cualquiera que ésta sea: si quiere ser considerada rival serio de un partido y presidente que, aunque cansados, están muy lejos de querer irse a cualquier otro lado lo primero que tiene que hacer es aparecer.
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