«Lo que ha hecho siempre del Estado un infierno sobre la tierra es precisamente que el hombre ha intentado hacer de él su paraíso».
—Friedrich HÖLDERLIN
México tiene una crisis de Estado de Derecho o, en otras palabras, tiene un serio problema para aplicar de manera efectiva las normas necesarias para cumplir la primera función del Estado: la seguridad. Una de las causas más importantes que nos han conducido a esta situación es la falsa e insostenible idea de que sólo merecen una adecuada aplicación de la ley aquellos que pasen un cierto examen moral. La falta de Estado de Derecho se debe, al menos en parte, a la creencia de que sólo aquellos que son buenos (bajo los estándares que sean) son los que tienen derecho al derecho.
Los casos de la detención de Sandino o de la masacre de Tlatlaya, pero también los ataques iniciados por grupos violentos en contra de elementos de seguridad o de simpatizantes de distintas corrientes políticas, ejemplifican bien esa creencia. La intolerancia encuentra lugar en los dos lados (lados que son “lados” y que son “dos” sólo en virtud de esa misma intolerancia).
Vayamos por partes: la principal función del Estado, como dijimos arriba, es garantizar la seguridad. Para lograrlo, tiene como base la ley. La idea básica es que aquél que no siga la ley cae en una falta que merece una sanción. La ley aplica tanto para ciudadanos en particular como para el Estado. Si el Estado no cumple con una de sus obligaciones, los ciudadanos deben hacérselo ver y deben exigir su cumplimiento (como hicieron los estudiantes de Ayotzinapa). Por otro lado, si un ciudadano no cumple con la ley y además pone en peligro a otros más, entonces el Estado, velando por la seguridad, debe detenerlo bajo los términos de la propia ley.
Todo lo anterior es más o menos obvio. Sin embargo, en ocasiones olvidamos, tanto desde el lado ciudadano como del gubernamental, que nuestro pacto social no es moral. El Estado no tiene la responsabilidad de salvaguardar el bien, sino el derecho, que no es lo mismo. Mucho menos tiene la facultad de violar los derechos ni la integridad de quien no le parezca “bueno” (bajo los criterios que sean).
Es alarmante la cantidad de comentarios que circularon en la red cuando se conoció el caso Tlatlaya: muchos justificaban la masacre que los militares iniciaron en contra de supuestos criminales desarmados. En el fondo, la opinión se dividía entre dos juicios morales: o bien, los militares habían hecho el mal, o bien, no lo habían hecho. La respuesta, en términos de derecho, era mucho más sencilla y aterradora: sin importar las razones ni las consecuencias morales, los militares violaron la ley y los derechos de los masacrados.
Bodega en la que tuvo lugar la masacre de Tlatlaya
La idea de que pasar por encima de los derechos de alguien está bien porque ese alguien hace el mal no es exclusiva de los que se ponen del lado de los funcionarios que violan la ley. Son muchos también los que justifican el ataque a miembros de los cuerpos de seguridad, aun sin haber sido atacados por ellos en primera instancia, con el uso de armas mortales, entre las que se cuentan bombas molotov. La idea es, una vez más, que atacarlos está justificado (y es el deber) porque representan a un Estado represor.
El caso del estudiante Sandino ilustra muy bien lo que ocurre cuando se mezclan los juicios morales con la aplicación de la ley, o lo que es peor, cuando se mezclan las dobles morales con una mediocre aplicación de la ley (tanto del lado ciudadano como del lado estatal):
Por un lado, el chico fue detenido sin que los elementos de seguridad respetaran el protocolo. Basta echarle un vistazo al artículo 113 del Código Nacional de Procedimientos Penales, en el que se lee:
Derechos del imputado:
I. A ser considerado y tratado como inocente hasta que se demuestre su responsabilidad.
II. A comunicarse con un familiar o con su Defensor cuando sea detenido, debiendo brindarle el Ministerio Público todas las facilidades para lograrlo.
[…]
V. a que se le informe, tanto en el momento de su detención como en su comparecencia ante el Ministerio Público o el Juez de control, los hechos que se le imputan y los derechos que le asisten, así como en su caso, el motivo de la privación de su libertad y el servidor público que la ordenó, exhibiéndosele según corresponda, la orden emitida en su contra.
Sandino, por su parte, fue detenido sin que los oficiales se identificaran como tales, sin que le mostraran una orden, sin ser tratado como inocente y fue víctima de abuso de autoridad. En definitiva, el suyo fue un procedimiento irregular y, como la ley lo indica, el juez del caso está obligado a revisar el proceso y sólo posteriormente, a revisar la evidencia.
Por otro lado, el día de hoy sabemos que es probable que Sandino haya ido en contra de la ley con los actos que realizó el 20 de noviembre durante la manifestación que tuvo lugar en las inmediaciones del Aeropuerto de la ciudad de México. Y, sin embargo, la autoridad ya actuó de manera inadecuada y en el expediente de Sandino ha de constar (debería constar) el maltrato y la irregularidad de los que fue víctima.
Sobran casos en los que la corte se ha visto obligada a declarar inocentes a acusados, pese a que existan muchas pruebas en su contra. La razón es que, en primer lugar, todos tenemos derecho a un proceso justo, pues si éste falta, ¿qué garantía existe de que las pruebas no han sido creadas de manera igualmente injusta? Algo así ocurrió con Florence Cassez: existían todas las pruebas en su contra, pero el proceso fue ilegal, de suerte que la corte se vio obligada a declararla inocente. Para hacer cumplir lo que dicta la razón, debe hacerse conforme a derecho.
No obstante, una vez más, la división de los comentarios en las redes es evidente y parte de un supuesto equivocado. Por un lado, muchos critican a las autoridades por haber liberado a un “anarquista violento” y exigen la cancelación de sus derechos. Por otro lado, muchos condenan a las autoridades por haber actuado con saña y maldad. El verdadero problema, una vez más, no es moral. Es mucho más sencillo y urgente que eso: las autoridades no son capaces de actuar conforme a derecho, sin importar sus motivos morales y a muchos ciudadanos esto no les parece lo suficientemente grave.
Con todo, al desentenderse el Estado de la tarea de garantizar la seguridad y un trato justo a sus detenidos, quienes salen ganado son las autoridades gubernamentales: dejan en las manos de los ciudadanos el linchamiento moral de un individuo y se libran de responder por sus propias faltas. Al caer en el juego del enjuiciamiento moral, en favor o en contra de las víctimas, estamos permitiendo al Estado no responder por la urgente crisis de derecho que hay en nuestro país.
Para resolver la crisis del Estado de Derecho en México, es necesario, antes que nada, reconocer que el principal problema está en las violaciones, justamente, del derecho: eso está por encima de cualquier juicio moral. No hay Estado, pero tampoco lucha social legítima, sin el respeto al derecho.