Por José Ignacio Lanzagorta García
Hace 6 años hasta parecía obligatoria. Escribir una sesuda columna de opinión en los periódicos, medios digitales o blogs con todo un intenso razonamiento a favor del voto personal por Enrique Peña, Andrés Manuel López Obrador, Josefina Vázquez Mota o… o… bueno, supongo que también por Gabriel Quadri (¿sí hubo algún valiente?) parecía hasta una especie de ritual de paso. Incluso llegó a fastidiar. En Twitter muchos se decían hartos de este ejercicio que tacharon de vanidoso e irrelevante. Ciertamente, la verdad es que después de la enésima columna a favor de quien fuera, uno ya simplemente se adelantaba párrafos para adelante a ver con quien estaba equis opinólogo u opinóloga y odiarle u amarle desde ahí. Este año, al menos hasta ahora, han sido muy pocos.
Es una lástima que, por la razón que sea, estemos tan cohibidos. Podrá resultar pedante para muchos, un ejercicio autocomplaciente y masturbatorio de lo que algunos les da por llamar “comentocracia”, pero al final se ponían en circulación un montón de razonamientos críticos –o no tanto- que dotaban de sentido a quienes, aún teniendo una intención de voto definido, no encontraban cómo sustentarla. Más allá del ego de los editorialistas, existía con y a través de ellos un diálogo maduro y fluido sobre las opciones. Y, más aún: era apenas un pequeño chiqueador contra la crispada polarización electoral que nos ha acompañado desde 2006. Quien resistía a definirse a favor o en contra del principal proyecto de ruptura, a favor o en contra del regreso del PRI, a favor o en contra de la continuidad panista, por temor al repudio de sus cercanos, encontraba una serie de figuras públicas “saliendo del clóset” y haciéndolo a través del razonamiento, más que el proselitismo. Superábamos –tantito- el mar de los calificativos: chairos, peñabots, pejezombies y demás.
¿Qué pasó? ¿Nos dimos flojera? ¿Nos compramos la idea de que era un ejercicio narcisista y estéril? Hace unos días, Carlos Bravo Regidor tuiteó que no ha hecho pública su intención de voto porque no se daba tanta importancia a sí mismo, no hacía proselitismo y, sobre todo, no se enorgullecía de su decisión. Salvo su mejor opinión, estoy seguro que solo la tercera es la que realmente le importa. Tal vez las opciones esta vez dan un poco más de vergüenza que la vez pasada. El prestigio moral e intelectual del columnista está en aún más riesgo. Sin verse vendido, sin saberse parte de la campaña, sin despertar sospechosismos: ¿quién se animaría a decir que votará por Meade entendiendo que eso es darle continuidad al proyecto que ha sido y, con razón, más repudiado que nunca desde que medimos la opinión pública? ¿Quién se atreve a decir que el acartonamiento, inexperiencia e inconsistencias de Anaya de veras le convencen si no es como un voto útil contra un puntero que aborrece? ¿Quién se avienta un textito entusiasta a favor del López Obrador y sus problemáticas alianzas e incorporaciones? Seguro que no faltarán plumas para ninguno, pero hasta ahora no están sobrando.
Me pregunto por qué hace seis años las incomodidades de cada uno, que no eran menores, no sirvieron como desincentivo para esta reflexión pública. ¿La prensa comprada de Peña Nieto no era suficiente para contrarrestar las ganas de probar con un “nuevo PRI”, con toda la experiencia pero ahora en un contexto de pesos y contrapesos y rendición de cuentas que no enfrentó en el siglo XX? ¿Los arrebatos y propuestas exorbitadas de López Obrador no preocupaban tanto a la luz de ser un proyecto consistentemente de izquierda? ¿Podría Josefina ser “diferente” en cuanto a la violencia del gobierno calderonista pero similar en las cosas que entusiasman a sus adherentes? ¿Por qué hoy pareciera que cuesta más trabajo hacer un balance crítico y finalmente decantarse por una opción razonada?
Algunos me señalan que es la estridencia de las redes, que la polarización está más crispada. Que el sentido del voto solo puede definirse ya a favor o en contra de AMLO. En el caso de lo primero el voto es incondicional y acrítico. En el caso de lo segundo y a diferencia de hace seis años que estaba claro que el voto útil antiAMLO era con Peña, no termina de definirse si por Anaya o por Meade, pero casi en ningún caso es “a favor” de ellos. Algo de razón no les falta en este clima de opinión. En mi caso, como alguien que se inclina por López Obrador, el argumento puede ser agotador: parece que toda reserva es leída como un “regateo antipatriota” por sus simpatizantes incondicionales y el espaldarazo aún ante sus cosas más problemáticas es leído como “maroma mental” por sus rabiosos detractores. En todo caso, y aunque así lo fuera: regateos y maromas, el ejercicio del voto razonado nos ayudaría en todos los sentidos a una elección con más sustancia. Incluso, el aporte crítico ahí donde está faltando, podría ayudar a delinear agendas futuras. A ver si nos vamos animando.
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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.
Twitter: @jicito