Por Oswaldo Ramos
Crecí en un espacio rural en el que la actividad principal es la agricultura y la ganadería. Desde hace años, miles de personas que por generaciones han dependido de estas actividades comenzaron a abandonarlas, más que por falta de voluntad, por las casi nulas oportunidades que se tiene como pequeño productor o jornalero del campo.
Desde que el gobierno federal comenzó a proponer proyectos legislativos para eliminar lo que llaman “el viejo régimen neoliberal”, el debate se abrió en torno a las reformas laborales que eran necesarias para dotar a las y los empleados de herramientas necesarias para defender sus derechos, así como la procuración de los mismos por parte de las dependencias gubernamentales. Sin embargo, a los legisladores, entre otras cosas como las prácticas de outsourcing, se les pasó establecer una legislación de forma clara y congruente con las condiciones laborales del campo, pues éstos son quienes resultan más afectados ante la invisibilización de sus derechos. La igualación de los jornaleros agrícolas con los trabajadores de la industria coloca al campo en una posición desigual por más que se procure la cotización ante el IMSS, pues labrar la tierra y producir ganancias de esto depende de ciclos anuales como el temporal de lluvias. Dejar de lado las necesidades y demandas de trabajadores en el campo muestra la premura con que fue hecha la reforma laboral, pues, al no contemplar las condiciones óptimas de trabajadores agrícolas, también se retrasa el proyecto que el Ejecutivo tiene respecto a la soberanía alimentaria.
La nula capacidad que el gobierno tiene sobre reconocer la labor de los agricultores refleja cierta incongruencia en los discursos que se pregonan donde los productores se colocan como el eje principal de todo un plan de desarrollo agroalimentario. Y no me refiero a los que producen miles de toneladas de aguacate o berries, me refiero a las personas que labran la tierra, a los que cuidan desde un valor único los ciclos ambientales, a las personas que ven en su ejido lo más valioso de lo que conocemos como colectividad. Soy del llano en llamas, aquel espacio que describe en su novela Juan Rulfo, ese espacio que lo es todo, que promete prosperidad, pero a costa del yugo que representa la agricultura descomunal, la que no cuida, la que únicamente preserva los intereses económicos de empresarios extranjeros que con el despojo sólo nos dejan tierras estériles que usaron como desechables. Aquel agricultor del que hablo y merecemos hablar es el que por años ha dado educación a sus hijos como resultado de su trabajo, que comienza a chambear desde que sale el alba, aquel que no regatea los precios de su cosecha, con ese agricultor es con quien se mantiene una deuda histórica sobre derechos, con esas personas que guardan lo esencial. Personalmente me causa un estrago emocional ver cómo quienes se desviven por mantener a su familia hoy sufren por ver cómo todo lo que tienen y por lo que han luchado se diluye ante el acaparamiento de tierras a manos de transnacionales que no se preocupan por mantener un trabajo digno y que sea sustentable para los ciclos naturales.
¿Cómo se pretende dejar de lado las prácticas neoliberales cuando empresas aguacateras y de berries mantienen un monopolio en la producción agrícola de monocultivos despojando de las tierras al agricultor que no puede darles competencia? ¿Cuáles serán las medidas que se tomarán ante la precarización laboral de jornaleros que trabajan hasta 12 horas en invernaderos expuestos a químicos nocivos para su salud? El Legislativo y Ejecutivo acaban de contraer una deuda más con el ya de por sí acabado campo. Mientras no se mantenga como prioridad la justa repartición de derechos y se contemple en legislaciones claras la manutención de espacios agrícolas el campo seguirá en el abandono al que el régimen neoliberal lo condenó.
*****
Oswaldo Ramos es licenciado en Ciencias Políticas y Gestión Pública, ex candidato independiente al Congreso por el distrito 19 e integrante de Futuro Jalisco.
Twitter: @Oswi_Ramos