Por Diego Castañeda
Las últimas dos semanas han tenido una discusión casi sin parar sobre algunas de las medidas administrativas y recortes en salarios y número de servidores públicos que propone la próxima administración de Andrés Manuel López Obrador. Entre estas medidas algunas son más que justificadas y positivas, unas son un poco más complicadas de justificar y otras simplemente son cuestionables.
Empecemos por los recortes…
Hoy, según datos reportados por la OCDE, México en términos de múltiplos del ingreso per cápita del país es uno de los países que mejor paga a sus altos funcionarios (sólo Colombia lo supera): más de cuatro veces lo que se paga en Estados Unidos o más de dos veces lo que se paga en Alemania. En un país que se encuentra entre los primeros lugares de desigualdad, con más de 50 millones de personas en pobreza y con tan pobres resultados de su administración pública, esos salarios son injustificables.
La función pública debe garantizar a los que en ella se desempeñen la posibilidad de una vida digna, no un camino sencillo hacia la riqueza. Hoy salarios que se ubican arriba de los 100 mil pesos mensuales colocan a estos altos funcionarios dentro del 4 o 3 por ciento más alto de la distribución del ingreso y hace que en el periodo de uno o dos sexenios se amasen pequeñas fortunas. Compactar los salarios entre la burocracia es una medida correcta. En otras partes del mundo se opera en torno a reglas como que el salario más alto no pueda ser más de X veces el salario más pequeño. Aquí lo que AMLO plantea es que 108 mil pesos al mes sea el tope y de ahí para abajo se escalen los salarios.
Aunque para algunos analistas esta medida sea poco deseable, eso quizá habla más de su desconexión con la realidad del país. Quizá es un sesgo especialmente presente entre economistas que encuentran como argumento válido que el trabajo sólo es atractivo en la medida que es competitivo en el mercado laboral; no obstante, algo que no podemos dejar de considerar es que el servicio público es ante todo una actividad que requiere vocación de servicio y no puro interés propio.
Por otro lado, tampoco podemos dejar de considerar que el sector público, por lo masivo del número de empleados, tiene efectos sobre el mercado laboral, lo distorsiona en algunos sectores. Una crítica es que salarios menos altos, que no bajos, no son competitivos con lo que ofrece el sector privado. No obstante, a veces es el sector público el que empuja los salarios del sector privado para arriba y que el sector privado no tiene capacidad de absorber a ese nivel salarial a tantas personas.
¿Trabajar en sábado?
Una historia muy distinta es lo que ocurre con la idea de que el trabajo los sábados sea obligatorio. Debemos recordar que la jornada laboral de máximo 40 horas está consagrada en la constitución y es una conquista obrera, un derecho laboral. Hacer que los sábados sean forzosos si bien puede ser una idea noble sobre el mayor esfuerzo de la administración por hacer cosas, en realidad es problemático. Primero porque manda un mensaje equivocado al mercado laboral en un país donde prácticamente no se respetan los derechos laborales. Segundo y quizá más importante en términos prácticos, eleva el costo de algunos grupos de la población para participar en el mercado laboral, en específico de las mujeres, un grupo en el que recaen de forma desproporcionada los trabajos de cuidado y que si tiene que trabajar un día adicional o que si su pareja tiene que hacerlo le puede incurrir costos adicionales como tener que pagar para el cuidado de los hijos o incluso tener que disminuir sus horas de trabajo o salir del todo del mercado laboral. Un efecto indeseado de este tipo de idea es que pudiera disminuir la participación laboral femenina del mercado laboral y somos un país que de por sí tiene una muy baja participación, alrededor del 36 por ciento.
Otro asunto es que no necesariamente por trabajar 48 horas en lugar de 40 se es más productivo y como ése existen muchísimos argumentos de por qué es una mala idea, incluyendo que el ocio y el descanso es muy importante por salud física y mental, sobre todo en una época en la que cada vez existe menos tiempo para cosas distintas a trabajar.
Mudanzas de dependencias
Por último está la parte incierta, la idea de mudar las dependencias de gobierno fuera de la Ciudad de México y mandarlas por todas partes del país. La idea de descentralizar parte de las funciones del gobierno en principio no parece mala. Es al menos un símbolo poderoso de que el Estado debe estar presente en todos lados. No obstante, ya pensando de forma práctica, ¿qué ventaja trae consigo? Uno de los argumentos es que puede incentivar la actividad económica en esos lugares. Este argumento yo lo encuentro especialmente débil ya que no necesariamente mover dependencias implica generar mayor valor agregado, mayores empleos, mayor inversión, puede ser un choque de consumo positivo para esos lugares, pero se antoja marginal y existen mejores formas de pensar en el combate a las desigualdades regionales.
Por otro lado, parece una buena idea si lo pensamos como una forma de que los funcionarios y sus tareas primordiales estén cerca de los lugares donde pueden observar directamente resultados de su trabajo, como una especie de mecanismo que busca eficientar tareas y aproximar las funciones a donde se necesitan. Sin embargo, sí parece algo que no se ha terminado de pensar a fondo. Pensemos en los costos que algunas personas pueden incurrir por tener que viajar por distintas partes del país para arreglar trámites que hoy podrían arreglar en un solo viaje donde están todas las dependencias. Si bien estas cosas podrían no ser problema con trámites por Internet lo cierto es que estos mecanismos tendrían que ser implementados antes que se movieran.
Otros costos
Por último, está el asunto de los costos de transporte del mismo gobierno. No es obvio que la suma de costos de transporte, contaminación, costo de desplazar trabajadores, etc, sea menor que los beneficios que puede traer. Quizá los costos sí son menores que los beneficios, pero es algo que en realidad al menos a mí me genera todavía incertidumbre y es algo que desearía que por su complejidad se explicara a detalle tanto en los efectos deseados como en los costos y su balance.
En el agregado parece que las medidas que se anunciaron van en la dirección correcta y tienen potencial de traer beneficios y de cambiar la forma en que la sociedad se relaciona con su gobierno y la forma en que el servicio público se lleva a cabo. Hace falta más análisis y menos escándalo de parte de los que resisten estas propuestas.
*****
Diego Castañeda es economista por la University of London.
Twitter: @diegocastaneda
Imagen destacada: Pedro Mera/Getty Images