Por Esteban Illades
El miércoles pasado, México se enteró que Julión Álvarez y Rafael Márquez, dos de sus figuras más populares, habían sido señalados como cómplices de un supuesto narcotraficante por el Departamento del Tesoro de Estados Unidos.
Álvarez y Márquez, así como sus empresas, fueron boletinados por el gobierno estadounidense, por lo que enfrentarán muchos problemas económicos, legales y de otros tipos en lo que logran zafarse de las durísimas sanciones que recibieron. Y eso si pueden, pues según han señalado diversos expertos, el proceso dura años y es en verdad complicado.
Más allá del calvario que enfrentarán ambos en particular, hay muchas personas que recibirán el coletazo de este castigo. En el caso de Márquez, las primeras afectadas son su esposa y su mamá, a quienes el gobierno mexicano ya les congeló todas sus cuentas bancarias. Pero habrá muchos más. El alcance apenas comienza a verse, pero un grupo que sin duda resultará dañado por lo que ocurre con Rafa es el gremio de futbolistas mexicanos.
¿Por qué? Porque Márquez, antes de ser sancionado, era la principal voz para que los futbolistas profesionales de México se sindicalizaran y finalmente recibieran un trato digno de la Federación Mexicana de Futbol (Femexfut) así como de los propietarios de los equipos. Sin embargo, con el futuro del capitán de la selección en entredicho, este naciente intento de sindicato podrá quedar en eso, en un intento, pues sin una voz tan importante como la de Rafa, los jugadores pierden el poder para en verdad enfrentar a los dueños del balón.
Y, mientras tanto, seguirán sufriendo distintos tipos de ignominias, que, si se analizan en conjunto, muestran una especie de esclavitud laboral en pleno siglo XXI. Prueba de ello es que un futbolista, en términos laborales, no es tratado como persona, sino como un bien, como un objeto. Basta con ver el así llamado “pacto de caballeros” para dejarlo en claro.
“El pacto de (todo menos) caballeros”
Cuando un jugador se convierte en profesional en México, el club con el que debuta se convierte, de facto, en su dueño. Entonces, cuando el jugador es vendido –es interesante; no se habla de él como si cambiara de trabajo, sino como mercancía que pasa de mano en mano–, el equipo se queda con una cantidad por la transacción. Si el jugador pasa de un segundo equipo a un tercero, el primero recibe más dinero por algo llamado “derechos de formación”. Es decir, siempre hay manera de lucrar con el jugador.
Esto en el caso de que el jugador sea traspasado con contrato vigente. En caso de que no, uno pensaría que es libre de contratarse con cualquier otro equipo. No obstante, como vivimos en México, claro que las cosas no son ni remotamente cercanas a lo legal. Si el jugador termina contrato, no obtiene su libertad –una vez más, vean los términos: “libertad”, como si fuera preso o esclavo–. El equipo con el que quiera contratarse deberá obtener permiso del equipo anterior, aunque éste ya no tenga relación laboral con el jugador. Ese permiso, sobra decirlo, involucra billetes. Se le debe de pagar al equipo para que el jugador pueda fichar por el nuevo, aunque ya no tenga nada que ver con él.
Y, muchas –de hecho en la mayoría de las– veces, el jugador no tiene poder de decisión sobre su futuro. Si lo venden bajo contrato no hay mucho que pueda hacer. Pero si quiere jugar con otro equipo aunque ya no haya contrato vigente con el anterior, también depende de la voluntad de su expatrón. Son raros los casos –salvo cuando se trata de estrellas, e incluso ni así– en los que el jugador puede poner sus condiciones. Aun si llega a emigrar al futbol de otro país, puede quedar vetado en México si no lo hace en los términos de su exequipo.
Y, si decide regresar, el exequipo sigue teniendo “posesión” sobre él: cualquiera que lo quiera contratar debe recibir la aprobación –y abonar dinero– del último equipo en el que jugó antes de emigrar para volver.
El draft, el mercado de esclavos
A pesar de que desde hace años los dueños de los equipos del futbol mexicano dicen en público que están en contra de negociar jugadores en el así llamado draft, la realidad es que el mercado de piernas –similar a un mercado de esclavos en tiempos de antaño– sigue operando y lo sigue haciendo fuera de la ley.
Los equipos negocian entre sí por los jugadores. Esto incluye sueldos y prestaciones, así como contratos leoninos: al jugador no le queda de otra más que aceptar las condiciones que le imponen. Si le bajan el sueldo, si lo envían a un equipo en el que no quiere jugar, no puede ni siquiera quejarse. De hacerlo, se le congela en automático. En pocas profesiones se le controla al trabajador de tal manera. Se le traspasa en contra de su propia voluntad.
Todo ocurre en un fin de semana, y aunque en teoría se hace a la vista de todos, los pactos ocurren en total opacidad con artimañas de lo más increíbles: en el último draft, por ejemplo, los dueños acordaron negociar en un hotel en el que estaba restringido el acceso a prensa, y sólo las organizaciones dispuestas a pagar miles de pesos para que sus reporteros pudieran “hospedarse” ahí podrían averiguar qué sucedía. Y ni así, puesto que los tratos igual se hicieron en zonas inaccesibles hasta para quienes sí decidieron pagar. Un negocio de pocos a la vista de nadie.
Sueldos que no se pagan
En el supuesto de que el jugador sea enviado a un equipo sin su consentimiento, o fiche con algún club porque no le quedó de otra –salvo el retiro, las divisiones inferiores, o lo que se conoce como “talacha”, los partidos de futbol llanero en los que exfutbolistas profesionales cobran unos cuantos pesos por jugar–, todavía la puede pasar peor.
Varios equipos de la liga no le pagan a sus jugadores o les pagan de manera retrasada. Jaguares –que ya no existe, pero antes era apoyado por el gobierno de Chiapas–, Puebla y otros tantos son acusados torneo a torneo de no pagar a tiempo o de no pagar y punto. En el caso de Jaguares, por ejemplo, le llegaron a deber hasta a los utileros. En el de Puebla algunos jugadores de plano decidieron no cobrar las quincenas que se les debían para no “hacer olas”, ya que al jugador que pelea por sus derechos se le tacha de insubordinado y se le veta. Entonces varios prefieren, con tal de seguir jugando y tal vez volver a cobrar un buen sueldo, desistirse de pelear por lo que les corresponde.
La Federación, cabe resaltar, sabe perfectamente de esto. Del pacto, del draft –la misma liga lo organiza– y de los sueldos. Pero el negocio es tan lucrativo, y los futbolistas están tan maniatados, que la situación se mantiene igual de mal para ellos que siempre. Vaya, llega al punto de que más allá de no cobrar incluso no hablan en público, pues se les puede sancionar. Ni verdadera libertad de expresión tienen, porque siempre están a merced de sus patrones, que en verdad son, y se les conoce como dueños. Ellos deciden quién juega, dónde juega, por cuánto juega y en qué condiciones juega. El jugador, por hacer lo que quiere, debe someterse como animal de carga. En pleno 2017.
Por ello, lo que ocurre con Rafa Márquez tiene tanta importancia para el futbol mexicano. Más allá de su futuro personal, y del dolor que genera ver al capitán de la selección metido en una situación como ésta –sin entrar a la discusión sobre si es responsable o no–, lo que sucede tiene repercusiones graves. Los futbolistas, que por primera vez en décadas tenían un líder que los llevaría a pelear por sus derechos, se quedan otra vez abandonados.
Lo cual, lamentablemente, también dice mucho de nuestro futbol. Mientras Rafa juega lo que él llama “su partido más importante”, ojalá que otro futbolista alce la mano y esté dispuesto a tomar el lugar de Rafa frente a sus compañeros. Para que peleen por algo que todo mundo merece, y que por lo mismo, por pelearse, incluso puede servir de ejemplo para otras profesiones donde la explotación sucede a diario. Para que obtengan las condiciones laborales que por ley, por ley, les deben dar.
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Esteban Illades
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