El presidente ruso, Vladimir Putin, es un tipo extraordinario. Cuando no está peleando con osos, está dictando leyes homofóbicas. Cuando no está siendo nominado al premio Nobel de la paz, está combatiendo heroicamente a esos locos de Greenpeace y mandando activistas punks a campos de concentración en Siberia. Y por supuesto, cuando no está desviando fondos de desarrollo urbano, está planeando las olimpiadas más cool de la historia.

El 7de febrero darán inicio en la ciudad balneario de Sochi, en la costa del mar Negro, los Juegos olímpicos de invierno. Tomando en cuenta  los gastos ejercidos hasta el día de hoy, se trata, con seguridad, de los juegos más caros de la historia, incluso más que cualquiera de las ediciones de verano.

En Sochi, el clima templado de la costa se une con el gélido invierno eterno de las montañas, con nieve y glaciares perpetuos, lo que le convierte en un lugar idílico, más aún con las nuevas construcciones y villas para los atletas, pero también en un centro arriesgado para asumir el reto de garantizar las condiciones ideales durante todo el evento. Los rusos, no obstante, no han escatimado en gastos: cuentan con 4 métodos para crear toneladas y toneladas de nieve artificial y, así mismo, con monumentales mecanismo antialudes.

Para obtener el escenario perfecto, Putin expropió, sin negociación previa, una gran cantidad de terrenos privados, incluidas casas y huertos, ocupados ahora por la villa y el nuevo estadio Fisht, con capacidad para 40 mil espectadores y sede inaugural del evento. Sin importarle las advertencias ecologistas, se dañó fauna y flora única para construir el nuevo tren olímpico y una flamante carretera.

Olga Kozínskaya, arquitecta y urbanista, advierte también sobre las construcciones que en los últimos años han abarrotado la ciudad, conocida como la tercera capital rusa. El urbanismo es un concepto aparente desconocido y, en la zonas que no pertenecen a los nuevos campos olímpicos, la electricidad y el drenaje fallan diariamente.

La provincia de Krasnodar, a la que Sochi pertenece, se caracteriza, desde 2007, por ser el escenario de la pugna entre Piotr Fedin, un rico empresario que durante los 90 construyera las primeras pistas de esquí y patinaje, y Alesxandr Tkachov, el gobernador de la entidad, que buscar brillar por sus aportes al próximo evento. Los balnearios, por su parte, datan de principios de siglo y fueron expropiados por Lenin y luego privatizados tras la caída de la URSS.

Para controlar la pugna entre el capital privado y la administración pública, se fundó una institución llamada Olimpstroi. Aunque ésta debería ser auditada por el parlamento ruso, no se le ha exigido un sólo reporte de gastos. El comité olímpico internacional, por su parte, tampoco la audita. Todo queda en confianza.

“Para Putin los Juegos de Sochi eran una cuestión de orgullo, un triunfo y el cénit de su poder. Pero ha resultado que no es un triunfo sino una vergüenza, y no es un festival de salud, fuerza y amistad, sino de robo y corrupción” señala Borís Nemtsov, político de oposición.

En 2007, Putin calculó 8 mil 700 millones de euros para los juegos. En 2013, esta cifra había crecido a 36 mil  millones. Para la inauguración, el gasto podría alcanzar un tope de 43 mil 500 millones. Los inversionistas favorecidos son de varias clases: empresas estatales, que gastan localmente cantidades que deberían bastar para una buena parte del territorio ruso, como Ferrocarriles Rusos, cuyo presidente, Vladímir Yakunin se ha llevado al menos el 20% del presupuesto olímpico. Otros inversores, como Oleg Deripaska, se benefician con préstamos bancarios absurdamente convenientes, cuyos frutos invierten en los preparativos y que, con seguridad, no serán cobrados: se trata de una forma de invertir que el estado utiliza para poder sobrepasar el tope de gasto.

Los hermanos Arkadi, y Bóris Rotenberg, empresarios, amigos de la infancia de Putin y compañeros de judo del mandatario, son los más beneficiados hasta el momento. Juntos han invertido el 15% del total de capital implicado en los juegos, libres de impuestos y sin responsabilidad de gestión.

Por si fuera poco, las condiciones laborales dejan bastante qué desear. Miles de obreros inmigrantes fueron contratados para las obras, procedentes de Asia central. No obstante, tras la aplicación de una ley emitida para mantener el “orden” en la zona, se prohibió la estancia de extranjeros indocumentados, y más de mil 500 trabajadores fueron expulsados sin haber cobrado su paga, según las quejas atendidas tan sólo por la ONG Emigración y Derecho.

Todo parece indicar que este invierno, los juegos se caracterizarán por un lujo nunca antes visto, ¿pero a qué precio?

Vía: El País

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