Por Esteban Illades
Como cada 15 de septiembre en la noche, desde tiempos del infame Antonio López de Santa Anna, el presidente encabezó la ceremonia que conmemora el Grito de la Independencia de Miguel Hidalgo en 1810. Como cada 15 de septiembre, el Zócalo tuvo fuegos de artificio y un show en vivo que recuerda las tradiciones mexicanas.
Sin embargo, la primera ceremonia del grito de Andrés Manuel López Obrador fue un gran contraste respecto a las anteriores. El presidente, como ya hemos hablado en ocasiones previas, entiende a la perfección el valor de lo simbólico en este país. En México hay pocas cosas que nos importen tanto como la Virgen de Guadalupe, la Selección Nacional y la noche del 15 de septiembre. En parte porque son oportunidad de fiesta, pero en parte porque esas tres cosas son las que unen, en gran medida, la identidad mexicana, lo que sea que ésta signifique.
Y López Obrador sabe qué importancia tiene cómo se ven las cosas. Por eso viaja en clase turista en aviones comerciales; por eso se para en la carretera a tomar agua de piña o a comer barbacoa: los mexicanos quieren un presidente, un líder, en el cual puedan reflejarse. Alguien que no gaste dinero en excesos como cantidades industriales de gel, por ejemplo. No quieren a un personaje de televisión, quieren a uno de los suyos en el poder.
Por eso el contraste fue tan claro con los gritos pasados, en particular con los de Enrique Peña Nieto. Entonces había comitivas enormes en Palacio Nacional que aplaudían sin parar al presidente y a su esposa cuando se dirigían al balcón. Entonces, también, lo que se comentaba era lo caro que había sido el vestido de la primera dama en un país donde más del 40% de la población está sumido en pobreza. Año tras año de, como dice la famosa frase, no entender que no entienden.
Ahora el Grito fue de AMLO y nadie más. Sólo su esposa y él recorriendo los pasillos vacíos. Decían algunos en redes que es la muestra de su ego, que nadie debe estar cerca para opacarlo. Pero no es el caso en esta ocasión: lo que el presidente buscaba era lo opuesto a lo proyectado en los años anteriores. No es necesaria la opulencia. Todo lo contrario.
Y eso quedó clarísimo en los 20 “vivas” que dirigió a la multitud en la plancha del Zócalo. Primero pasó revista por los héroes tradicionales, los de cada año. Pero después se salió del guion de las últimas décadas y en vez de aclamar a personas en concreto aclamó a grupos y, más importante, valores. Mencionó a los “héroes anónimos”. También gritó en favor de la democracia. Al celebrar conceptos, recobró el propósito original de la celebración, cosa que también fue parte importante del guion de los presentadores de la transmisión oficial: recordó, a su manera, aquellos fundamentos que en teoría nos unen a los mexicanos; es decir, los motivos por los cuales se independizó México y los motivos por los cuales permanece unido.
En ese sentido la ceremonia del Grito fue un éxito, y eso se vio en las múltiples rondas posteriores de aplausos. Entre gritos de “no estás solo”, el presidente se mantuvo en el balcón durante varios minutos, mientras la cámara enfocaba a las miles de personas que se congregaban a escucharlo. Curioso, también, que a diferencia de años previos, el número de acarreados fue sustancialmente menor. Quienes fueron a la celebración lo hicieron por su apoyo al presidente, no por una torta y un refresco.
Ahora bien, esto fue un día, no un sexenio. Fue un acto, no una política pública.
Que el presidente haya sabido utilizar los símbolos a su favor, que entienda cuál es la importancia de ellos para los mexicanos no pasa de lo emotivo a lo práctico. Porque un 15 de septiembre en la noche, un 16 de septiembre mientras transcurre el desfile, los mexicanos podemos recuperar el amor por nuestro país, o exaltar los sentimientos que nos producen estos eventos. Pero el 17 de septiembre regresaremos a lo mismo, a una conferencia de prensa matutina en la que quien no está de acuerdo con el presidente es un mal mexicano, en la que cualquier crítica es un intento de golpe blando, en la que los datos importantes son los suyos, los que no comparte con nadie.
Porque el Grito es de las mejores herramientas políticas que tienen los presidentes. En él se confunden y entremezclan país, Estado y gobierno: la idea de que hay que apoyar contra viento y marea, sin chistar, al Ejecutivo, porque él quiere lo mejor para nosotros, y no apoyarlo significa odiar al país. ¿Y quién quiere ser visto como el mexicano que odia a México?
Para eso sirven estos eventos. Para refrendar una identidad nacional unas cuantas veces al año, para sentirse mexicanos. Pero también para realzar la figura presidencial. La emotividad es algo que en este país se da bien; de lo contrario nuestras telenovelas no serían tan exitosas. Los símbolos nos unen y quien lo entienda, como lo hace López Obrador, tiene la sartén por el mango.
No obstante, un Grito no hace un gobierno.
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