Por Guillermo Núñez Jáuregui

El pasado 25 de junio La cosa del otro mundo (The Thing, 1982) de John Carpenter cumplió 35 años de haberse estrenado. Llegaba al cine en pleno verano, sólo tres años después de que Alien: el octavo pasajero reviviera las llamas del horror en la idea de la vida extraterrestre (enfrentándose a la exitosa melcocha de E.T.: el extraterrestre, que en los EEUU se estrenó el mismo mes que La cosa del otro mundo); además, volvía a explotar uno de los elementos más perturbadores de la vida alienígena: su incomprensible funcionamiento. Si el xenomorfo de Alien: el octavo pasajero ya funcionaba con una misteriosa biología (de patógeno a huevo a parásito a adulto maquínico…), La cosa del otro mundo actuaba todavía de formas más sutiles y diplomáticas –su contacto lograba replicar, al 100%, la apariencia de otro organismo, como una máquina Xerox ideal y orgánica. Este singular depredador amorfo haría de la paranoia humana una de sus armas.

Aunque fue un fracaso económico en taquilla (en su fin de semana de estreno apenas recuperó poco más de un tercio de su presupuesto, mientras que E.T. lo superó…), a más de tres décadas, el impacto cultural de La cosa del otro mundo es patente: no sólo se filmó una precuela que ni fu ni fa (en 2011) sino que ha tenido sus iteraciones en otros formatos, desde cómics hasta videojuegos, pasando por juegos de mesa. A la vez, dio pie a la trilogía de inspiración lovecraftiana de Carpenter (le siguieron Príncipe de las tinieblas de 1987 y En la boca del terror de 1994). Pero, más importante, también se ha consolidado como una de las figuras de referencia en el panteón de monstruos replicadores (que no se olvide, el mismo año se estrenó Blade Runner) y amorfos, pasando por La mancha voraz (que, como La cosa del otro mundo, nació en la década de los cincuenta para resucitar en los ochenta) hasta Eso (el terror imaginado por Stephen King en su novela de 1986, que adopta distintas máscaras, desde el payaso a una momia, hasta un pájaro gigante, una criatura de la laguna o lo que sea que aterrorice a sus víctimas).

Esa mutabilidad hace del monstruo amorfo una figura clave para comprender las complejas ansiedades contemporáneas, no muy distintas a las que iniciaron en los ochenta: ¿qué mejor figura para representar las fricciones que caracterizaron a la era de Raegan? Durante buena parte de este siglo, el vampiro y el zombi tuvieron su lugar privilegiado en el imaginario colectivo: la sociedad de consumo y las voracidades del capital así lo exigían. Pero parece que nuestros temores han comenzado a desplazarse hacia la resurrección de viejas tensiones, cristalizándose en la representación de seres capaces de adaptarse y adoptar el rostro del otro (no debe sorprendernos, de la misma forma, que Eso tendrá una nueva versión, a estrenarse en septiembre). ¿Hay mejor imagen para el neoliberalismo?

Si en los ochenta los EEUU y la Unión Soviética se enfrentaron en una Guerra Fría, ahora los EEUU de Trump y la Rusia de Putin parecen encontrarse en un gélido y peligroso abrazo. El deshielo, recuérdese, detona la trama de La cosa del otro mundo: el innominado monstruo vuelve a la vida, tras siglos de encontrarse atrapado bajo kilómetros de hielo, una vez que se descongela. Aún es pronto para saber qué nuevas formas adoptarán los horrores políticos del futuro, pero los del presente son demasiado similares a los de mediados del siglo pasado (en una desalentadora carta publicada por e-flux hace una semana, el filósofo italiano Franco Berardi apuntó: “Hemos confiado en que Europa lograría superar su historia de violencia, pero es hora de reconocer la verdad: Europa no es sino nacionalismo colonialismo capitalismo y fascismo”). Tal vez podamos sospechar, con justicia, que los viejos horrores comienzan a regresar intentando pasar por nuevos eventos históricos, caracterizados por la complejidad. ¿Ha vuelto el fascismo internacional? ¿Es el populismo latinoamericano un peligro real? La precariedad y flexibilización laboral, ¿realmente son resultado de la industria financiera digital? ¿Y qué hay del cambio climático, de la alteración biogenética, de los transgénicos, del fraking, del zika? ¿Están la libertad de expresión y el derecho a la privacidad peleados a muerte? ¿Por qué un día se condenan las letras misóginas de Maluma y otro se celebra que sepa leer? Estas preguntas complejas e infatigables, me temo, no son sino la careta de la misma y voraz cosa.

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Guillermo Núñez Jáuregui es filósofo y escritor. Es jefe de redacción en Caín y colaborador en La Tempestad.

Twitter: @guillermoinj

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