Por Esteban Illades
Como el arroz electoral ya está más que cocido, y qué flojera volver a escribir de que si un partido quiere embarrar a un candidato o que si todos se siguen embarrando entre sí, es buen momento para hablar de otro tema. Más cuando esta semana comienza el Mundial de futbol.
Se dice que los únicos que deben preocuparse por sus actividades extracancha son los jugadores mismos, que nadie debe juzgarlos por lo que hagan en su tiempo privado y que el único lugar en el que deben responder es en el terreno de juego.
Hasta cierto punto esto es válido: los seleccionados no son conscriptos militares, no trabajan para el gobierno; de hecho, no reciben sueldo cuando juegan para la selección nacional (obtienen bonos, contratos de publicidad y demás prestaciones, pero por lo demás ni empleados son). Los jugadores sólo son aquellos que el entrenador del equipo nacional decide que son los mejores o más aptos para jugar un torneo contra otros 31 equipos.
Sin embargo, ésa es una visión ingenua del asunto. Creer que los futbolistas de la selección, en un país que se desvive por el futbol, son meros mortales en la imaginación colectiva es querer tapar el sol con un dedo.
Cierto, gran parte del endiosamiento de los seleccionados proviene de nuestros medios de comunicación, de la televisión, y del marketing que a fin de cuentas lo único que busca es vender más y más y más: camisetas, boletos para partidos malos, hasta viajes de cientos de miles de pesos a cada Copa del mundo.
Pero, por lo mismo, ese empuje de los seleccionados como representantes mexicanos se ha arraigado en la sociedad. En un mundo de consumo masivo, de productos y estrategias que se entrelazan con lo que la gente percibe como valores nacionales –no en balde hay una marca entera dedicada a comercializar juguetes de la Virgen de Guadalupe–, los seleccionados dejan de ser suyos y se convierten en algo más. En representación de los demás. Cada quién les asigna un valor o se proyecta en ellos.
No por nada el presidente, de manera protocolaria, les entrega la bandera y los despide cada que van a disputar el máximo torneo internacional. La selección importa, e importa mucho.
Por poner un ejemplo que se cuenta seguido, pero que no debe dejar de resaltarse: miles de mexicanos que viven en Estados Unidos se gastan lo que ganan para ir a ver uno de esos partidos “moleros”, en los que el Tri juega contra combinados intrascendentes a precios del Barcelona. Para ellos la selección les recuerda al país. La voz del Perro Bermúdez es casa. El Tri es su identidad.
En México cuántos niños no crecieron queriendo ser Rafa Márquez o Chicharito. Cuántos, y me incluyo, no quisimos ser El Brody Campos. Creados por quienes hayan sido creados, los futbolistas son ídolos. Imposible ignorar este hecho.
Por eso ver los escándalos cuadrienales entristece, porque esa imagen que tenemos de ellos se resquebraja una y otra vez. Rafa Márquez, capitán eterno –un nacido a finales del siglo XX tiene dos certezas: que Andrés Manuel López Obrador siempre ha sido candidato a la presidencia y Rafa Márquez siempre ha sido el capitán de la selección– hoy no puede viajar a Estados Unidos porque el Departamento del Tesoro de allá lo ha metido en una lista negra por la sospecha de lavado de dinero del narcotráfico a través de una escuela y una fundación suyas. Hoy entrena sin patrocinadores por las dudas de las propias compañías: no saben si pueden meterse en problemas por asociarse con él o no.
Y claro que Márquez goza y debe gozar de presunción de inocencia. De eso no queda duda. Pero al ser una figura pública, un ídolo, lo quiera o no, debe ser intachable. En la cancha nunca se le regateará lo que hizo como futbolista, tanto para club como selección –bueno, sí, la expulsión de 2002 contra Estados Unidos– pero como ejemplo, en un país que vaya que los necesita, siempre tendrá un asterisco asociado a su nombre. Un ídolo de barro, con grietas a los lados. Porque, como diría el tío Ben, un gran poder conlleva una gran responsabilidad.
Como cada cuatro años, el asunto no termina ahí. En la ahora infame fiesta posterior a la despedida contra Escocia en el Estadio Azteca –partido para el olvido, por cierto–, se demostró una vez más que los jugadores no están a la altura de lo que la gente espera de ellos. En el momento de mayor concentración es cuando más flaquearon. Como contra Alemania en 1998 o contra Países Bajos en 2014.
Se esperaba que pusieran el nombre de su país en alto, no que dieran pie a una discusión que lleva ya una semana y por la que una de sus estrellas, Héctor Herrera, tuvo que pedir permiso especial para ausentarse de la concentración. Camino a un Mundial que prometen ganar –como cada cuatro años–, la nota es, una vez más, cómo los jugadores no se comportan a la altura.
Dirán muchos tras leer esto que qué nos importa su vida privada. Que por qué estar discutiendo que se fueron de fiesta o no. Que son personas de carne y hueso, que comenten los mismos errores que el resto de los mortales. Y tendrán razón: la perfección no existe.
Pero en un país ávido de algo bueno, que busca consuelo del día a día donde pueda, hace falta que los héroes den más de sí. Ellos no buscaron esa responsabilidad. Seguro muchos no la quieren. Pero la tienen.
Harían bien en darse cuenta, en aceptarlo y en madurar: ese balón es, para gran parte de los mexicanos, una esperanza de algo mejor.
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