Por Esteban Illades
Terrible noticia la del viernes por la tarde: 85 habitantes del municipio de Tlahuelilpan, Hidalgo (cifra disponible al momento de escribir estas líneas), y más de 70 heridos tras la explosión de un ducto de combustible que estaba en plena ordeña.
Los videos y los testimonios muestran a las personas con un sinnúmero de bidones alrededor de la toma. También muestran el ambiente previo a la tragedia: niños corriendo, gente aventándose gasolina como si fuera agua. Primero un chorro que salía del ducto, después una fuente de varios metros de altura. Según el gobierno, una chispa, algún tipo de fricción con ropa sintética de alguien cercano al lugar, generó la explosión.
Todo esto mientras unas cuantas decenas de militares y de gendarmes observaban a lo lejos, incapaces de detener a una población entera dispuesta a arriesgar su vida por unos cuantos tanques de combustible. Algunos pobladores dijeron que la gente iba a la toma clandestina por falta de gasolina en los poblados cercanos; otros que el robo era cada vez más común en los últimos años: Hidalgo es de los principales estados con problemas de huachicol en el país.
El resultado de esto es un horror. La primera gran tragedia de este sexenio, la que ningún gobernante quiere tener en sus manos, menos tan pronto.
Una tragedia evitable por muchos frentes, y de la cual hemos de hablar hoy. En primera, por el aumento en el robo de combustible en el país, el cual discutíamos en este espacio la semana pasada. Una tragedia como ésta iba a ocurrir tarde o temprano cuando pueblos enteros participan en este tipo de actividades. Imposible vigilar cada centímetro de ducto, eso es obvio, pero durante años se dejó crecer el problema al grado de que en comunidades enteras el Estado, dejen ustedes el gobierno, es inexistente: como en Hidalgo, como en Puebla, como en Veracruz. El ejemplo más claro es Palmarito, donde el cártel local de combustible controla la seguridad del pueblo, incluida toda la videovigilancia.
Esto nos lleva al segundo punto: por más que hubiera militares y gendarmes avecindados, así fueran 100 y no los 25 que estaban al momento de iniciar la ordeña, controlar a la población sería imposible. No se trataba de “reprimir”, como constantemente dice el presidente, sino de acordonar y evitar que se acercaran.
Sin embargo, esto jamás hubiera podido ocurrir: basta con recordar los múltiples linchamientos del año pasado o la retención de tres militares en Tula –también Hidalgo– hace unos días. Hay muchos, muchos lugares del país donde Policía y Fuerzas Armadas no tienen poder alguno. Es tal la degradación de las instituciones que ningún peso tienen en la vida diaria de las personas.
Y he aquí un tercer tema a tocar, espinoso, sin duda, pero el punto al que hemos llegado en el que la ilegalidad es cotidiana. No se trata ni de condenar a quienes murieron diciendo que se lo buscaron, ni de eximir a la población con la romantización de la pobreza, de decir que porque no hay alternativas entonces las tomas clandestinas deben tolerarse. Ni una ni otra.
El robo de combustible es un fenómeno que va más allá del castigo y del tema penal. Es un asunto social, como el narcotráfico y otros tantos delitos. Como la violencia misma: mucha gente recurre a ello porque es lo que hay. Por eso en Jalisco los cuerpos de tres estudiantes fueron disueltos en ácido por mil pesos cada uno. Porque en una economía tan mala, en un país desigual y con una ausencia total de estado de Derecho, en la que alguien ve como viable disolver un cuerpo a cambio de, literalmente, un billete, que un pueblo ordeñe un tubo o se aproveche de que alguien más lo hizo se convierte en algo cotidiano.
Porque la gente sabe que esos bidones llenos representan una parte importante (si no es que todo) del ingreso familiar de la semana. Y saben que conlleva un riesgo, pero están dispuestos a tomarlo. No es descabellado pensar que en unas semanas –incluso algunos días–, habitantes de Tlahuelilpan o un municipio vecino acudan a otra ordeña de combustible y actúen como si lo sucedido el viernes hubiera sido sólo un producto de nuestra imaginación.
Porque también saben que lo único que los va a detener de correr ese riesgo es la muerte, porque la autoridad le es inexistente.
Toda proporción guardada, pero es como lo que sucede en Tultepec, Estado de México, cada pocos meses –y con la salvedad de que en Tultepec es legal–: personas que mueren tras la explosión de fuegos artificiales porque a eso se dedica el pueblo. Cosas que los habitantes y los individuos están dispuestos a soportar; el riesgo resulta aceptable para ellos porque cualquier alternativa es incomparable con esta fuente de ingreso.
No obstante, eso no debe equivaler a una exoneración: aceptar que éste sea un país en el que la única opción que nos podamos plantear sea morir de hambre o morir en una explosión es rendirse y regresar a un mundo en el que cada quien debe valerse por sí mismo a expensas de los demás.
Salir de una crisis como ésta será sumamente tardado, pero no eterno. Porque la estrategia para enfrentar el robo de combustible requiere mucho más que el control de ductos o el transporte de pipas que hay hoy; porque requiere por igual de un cambio económico a muy largo plazo en el que existan oportunidades que hagan del robo algo que nadie deba considerar, así como de un cambio social en el que la autoridad pueda ser respetada. Un cambio que involucre a ciudadanos y a gobierno, en el que unos puedan confiar en otros y viceversa. En el gobierno para protección y en los ciudadanos para que arriesgar su vida de tal manera no les parezca algo lógico.
PD: Morena, en voz de Mario Delgado, su coordinador en la Cámara de Diputados, respondió a la tragedia con la promesa de convertir el robo de combustible en delito grave; entiéndase, en delito que lleve prisión preventiva sin posibilidad de fianza. Para más de uno esto probablemente suene a buena idea pero es una barbaridad.
De haber sido catalogado el robo de combustible como grave antes de la tragedia de Tlahuelilpan, muchos sobrevivientes hubieran terminado en la cárcel. Y cualquiera que hubiese sido detenido –tuviera o no vínculo alguno con el evento–, estaría en la cárcel por meses a espera de poder demostrar su inocencia, pues eso hace un sistema tan perverso como el de la criminalización: detener al inocente y obligarlo a demostrar que no es culpable mientras pierde su vida en ese horror llamado cárcel.
La peor reacción es el castigo sin sentido como promesa inmediata de que alguna solución aportará. No lo permitamos: que algo se aprenda del infierno que se vivió el viernes 18 de enero de 2019.
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