Por Esteban Illades
Es inevitable reírse: después de una lluvia de tuits, de peticiones en Change, de reuniones con los coordinadores de Morena y demás partidos, varios mexicanos indignados –y con razón– consiguieron que el Partido Encuentro Social –que en teoría no existe, que por ley no debería ser grupo parlamentario y menos tener alguna comisión en el Congreso– no se quedara con la Comisión de Cultura en la Cámara de Diputados. Celebración, festejo, ya ven, sí nos hacemos escuchar y ya ven, los nuevos representantes sí escuchan, para que la comisión quedara presidida por nada más ni menos que Sergio Mayer.
La indignación se duplicó: un hombre que confunde a la Profeco con la Profepa, que no sabe distinguir entre biblioteca y librería, que escribe con ortografía de primaria… y pues sí, ése es él. También se le echó en cara su pasado: que si in the island of Jamaica everybody loves banana, que si quitarse la ropa era su más grande éxito… en fin, desmayos al por mayor.
Y a ver, hasta cierto punto es entendible la crítica, pero no de esa manera. No se trata de defender a Mayer, sino de plantear la discusión de qué entendemos por cultura y quién creemos que tiene derecho a ella y quién no. Como si un zafio –bonita palabra dominguera para usar a propósito de esto– no tuviera derecho a mejorar, o peor, como si su ignorancia lo proscribiera de cualquier contacto con la cultura –condenémoslo de por vida a encuerarse porque no vaya a ensuciar los libros de diamantina y aceite de coco. Porque la cultura popular –telenovelas, canciones de pop, etcétera– en automático es pensada como lo opuesto a la cultura. Hay puertas que algunos quieren cerrar con candado y tirar la llave. La manera esnob de expresarlo, el tufo de castas, termina por darle la razón al propio Mayer.
Y pues eso no está bien. La política no debe convertirse en el arte de meter al más famoso para conseguir más votos y más dinero. Quien esté ahí y quien lo postule deben hacerlo porque crean en ello, no por el beneficio personal (viva la ingenuidad). Deben hacerlo por creer que algo bueno pueden aportar.
Eso por un lado. La banalización de la política es clara y debe detenerse. Pero el asunto es aún más complejo, bajo el supuesto de que Mayer no lo vea como stunt sino como un verdadero interés en participar en la política. Su elección ha abierto un choque de visiones muy claro en los últimos días. Están quienes quieren –de manera un tanto irreal– un poder legislativo compuesto de 628 expertos, que no representen a los electores pero que –se supondría– sabrían mejor que nadie qué hacer. Un poder absolutamente tecnocrático, alejado de la realidad. No por nada cada legislatura aparece la propuesta de ley de poner un mínimo de escolaridad a los congresistas.
A los exponentes de este extremo les pone los pelos de punta que gente como Sergio Mayer vote, entre otras cosas, el presupuesto del próximo año, o algún asunto técnico a más no poder –telecomunicaciones, energía, por ejemplo–. Y, pues eso va a pasar, guste o no. (Aunque, en teoría con la salvaguarda de que sea responsable y contrate a expertos como asesores y no a sus primos, pero pues México.)
Del otro está la visión de que eso no sólo no sirve, sino que la idea de tener un poder legislativo es que los representantes sean eso, representantes de los mexicanos comunes y corrientes. Mayer va como eso, o así debería ir. Mexicanos que, nos dice el censo, tienen en su mayoría escolaridad baja. Mayer es diputado, que según la Constitución es “representante de la Nación”, lo cual incluye todas las fallas y limitaciones de sus integrantes. La república –res publica, la cosa pública– es de todos.
Y pues guste o no a muchos, es un mexicano más, que nos representará en el Congreso, como dice la Constitución. Con osos garantizados, ténganlo por seguro.
Pero pues, querido sopilector, te la pongo y te la pongo ya: México es un país que incluye a Sergio Mayer y a muchos otros como él.
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