Por Esteban Illades

Anoche tuvimos el segundo debate de tres rumbo a la elección del 1 de julio. Cambiaron temas y cambió formato: éste se enfocó en política exterior (“México en el mundo”, se llamó) y las principales preguntas vinieron no de los moderadores, sino de ciudadanos.

Eso fue de celebrarse: que personas comunes y corrientes pudieran preguntarle a los candidatos sobre propuestas y soluciones a los problemas del país.

 

Pero, más allá de eso, no hubo mucho más que festejar. En primera, porque ninguno de los candidatos parece tener mucho interés sobre “México en el mundo”. De Andrés Manuel López Obrador se sabía que esto iba a suceder: él lleva años diciendo que la política exterior mexicana debe subordinarse a la interior. Primero México y después el resto del planeta.

De los demás se esperaba algo distinto. De José Antonio Meade, por ejemplo, que de hecho fue secretario de Relaciones Exteriores durante este sexenio. O de Ricardo Anaya, que ha presumido una y otra vez su conexión con el mundo exterior –los spots hablando otros idiomas, los viajes a Alemania y Chile durante el período de intercampaña–.

Sin embargo, no fue así. De los temas internacionales importantes no escuchamos grandes soluciones. Frente a Donald Trump, por ejemplo, a quien México ya ha sufrido desde antes de que fuera electo presidente, pocas respuestas. José Antonio Meade no se desmarcó del gran error de la invitación a los Pinos en 2016. López Obrador sigue pensando que se puede dialogar con él. Quizás Ricardo Anaya, con la idea de usar el paso fronterizo a manera de negociación forzada, fue el mejor. Aunque claro que suena más a retórica y no a plan serio.

En los demás temas ocurrieron cosas similares. La frontera sur, uno de los grandes problemas mexicanos, pasó casi de noche. Por esa frontera entran millones de migrantes rumbo a Estados Unidos, y muchas veces México hace el trabajo sucio de nuestro vecino del norte. El Instituto Nacional de Migración ha hecho incontables atrocidades –como entregar a migrantes al narcotráfico– y la única propuesta fue cambiar su sede a Tijuana.

Y así nos podemos seguir. Quizás lo más preocupante es que el tema de las drogas sigue sin tener respuesta distinta de ninguno. En 12 años de Guerra contra el narcotráfico, queda claro que el enfoque de prohibición no ha funcionado. No se necesita mayor prueba para sostener esto que el aumento en la tasa de homicidios año con año, al grado de llevarnos a máximos históricos. Algo tendría que cambiar en la manera de plantearse la guerra para que el resultado fuese distinto. Pero no. Seguimos en el discurso de que las drogas son malas y deben prohibirse sin más. Y nos mantendremos en el mismo camino, por lo visto. No podremos esperar nada diferente en el futuro.

Eso en cuestiones sustanciales. Porque en forma el debate fue todavía más triste: en lugar de argumentos hubo insultos y chistes. Como si el país no fuera algo que tomarse en serio. Algunas puntadas/ataques fueron buenos –como López Obrador escondiendo la cartera, o Meade pegándole a Anaya con el tema de las naves industriales– pero de poco sirvieron para que la gente entendiera quiénes son y qué sostienen los candidatos.

O tal vez sí: si algo se vieron fue desconectados de los ciudadanos que preguntaban. Cada que alguno leía algo, los candidatos se acercaban a ellos. En vez de escuchar –primero decían, de cajón, que agradecían la pregunta, de manera indistinta– procedían a darle la vuelta a la pregunta. A hacer una interpretación de lo que la persona preguntaba, sólo para después emitir un juicio.

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Es decir, no le hacían caso. Lo primero que había que intentar, dado el desprestigio de la política mexicana, era escuchar. No reformular la pregunta como ellos la entendían o les acomodaba. Y luego lo que había que hacer era responder. Así de sencillo. Quienes preguntaban sólo buscaban respuestas. Y ninguno pareció darlas.

A diferencia del primer debate, donde había motivos para sentirse optimista –hubo preguntas, el formato dejó el acartonamiento de elecciones previas– en este no los hay. O los candidatos piensan que México es una isla, o no entienden su interconexión con el resto del planeta. Y eso es grave, no sólo por la cantidad de mexicanos que hay en el extranjero –en particular en Estados Unidos, sufriendo al gobierno de Donald Trump–, sino porque la marca de un gran presidente debe ser entender no sólo el país que gobierna, sino en relación con qué. Vivimos en un mundo. Somos parte de él. Bien harían los cuatro candidatos en entenderlo, porque a partir del 1 de diciembre navegarán un país en un planeta cada día más complicado.

Perdimos todos con esta exhibición. Ante los grandes problemas del país, hacia dentro y hacia fuera (entrelazados, ambos, eso es innegable), no tenemos un solo candidato que entienda lo complejo de la encomienda que quiere asumir en unos meses.

Para dar un poco de contexto y terminar: ayer hubo elecciones en Venezuela, un país que atraviesa una crisis grave y generalizada. El nombre del país no fue mencionado una sola vez durante los más de 90 minutos que duró este segundo debate presidencial.

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Esteban Illades

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