Por Esteban Illades
Desde el inicio de este sexenio el presidente ha dejado claro que uno de los pilares de su gobierno será lo que él llama “el rescate” de Pemex, la paraestatal que durante años sirvió a la administración en turno como fuente casi inagotable de recursos.
Hoy, tras malos manejos que datan de décadas atrás –habrás leído, querido sopilector, sobre la “administración de la abundancia” en tiempos de José López Portillo–, la empresa se encuentra en problemas muy graves. La pregunta que se hacen varios –presidente incluido– es cómo salir de ellos.
Esos problemas son múltiples: de administración, de capacidad, de competitividad, de corrupción, de deuda, de perforación, de prospectos, de sindicato y muchos más. Por lo tanto. vale la pena detenerse un poco y ver qué sucede y cómo puede solucionarse.
Lo primero: los gobiernos anteriores, en su mayoría los priistas, pensaron que el petróleo era infinito y que no estaba sujeto a condiciones de mercado. La gente siempre querría combustible y siempre buscaría gasolina, así que mientras se garantizara su suministro no habría problema alguno. Esto llevó a dos cosas: a cargarle la mano a la compañía y a dejar de reinvertirle ganancias. Cargarle la mano, en este caso, significa que Pemex tiene un peso tributario gigante; a la par de que sus ganancias se repartían dentro del gobierno –tanto para otros proyectos no relacionados con petróleo como para particulares, dado su alto nivel de corrupción–, a la compañía se le cobraban impuestos a tasas muy altas. Eso hizo, de hecho, que Pemex operara en números rojos. A la gallina no sólo había que quitarle los huevos, había que exprimirla toda. Esto también llevó a una falta de reinversión. Si Pemex podía dar lo que daba sin necesidad de meterle más dinero, no era necesario gastar para que mejorara o llevara a cabo procesos más eficientes. Pemex, fue el razonamiento, funcionaba bien como estaba y para qué darle dinero.
Claramente no fue el caso, porque mientras otras compañías petroleras –públicas y privadas– a nivel mundial se modernizaban e invertían en nuevas tecnologías, Pemex se fue quedando atrás. Sus refinerías, por ejemplo, fueron bajando de producción. Su deuda aumentó a niveles impensables –hoy es la petrolera con mayor proporción de endeudamiento a nivel mundial; la deuda equivale a 97% de sus activos–, y nadie se hizo cargo. Se siguió operando con pinzas a la espera de que no ocurriera nada grave y de que la papa caliente le reventara a alguien más.
Al mismo tiempo, el sindicato de trabajadores de Pemex fue adquiriendo mayor y mayor poder. Su líder, Carlos Romero Deschamps, quien ha sido diputado y senador múltiples veces en representación del PRI, se fue haciendo de fortuna y de propiedades. Su poder llegó a ser tal que nunca se le investigó, al menos no de manera seria: el gobierno lo necesitaba de su lado para poder trabajar con el sindicato, que tiene el control de facto de la empresa. Mover la cúpula sindical de Pemex generaría problemas de operación y problemas electorales, por lo que se optó por la estrategia de avestruz: aquí no pasa nada.
Asimismo, se firmaron muchos contratos opacos, con pocos beneficios y grandes cargas. La idea, como decíamos, fue patear el balón hacia delante: alguien, en algún punto, se encargaría del asunto. Mientras tanto, que venga el dinero.
Y le llegó el turno a Andrés Manuel López Obrador, quien también tenía sus ideas sobre cómo manejar la empresa. López Obrador, originario de Tabasco, estado petrolero, y quien creciera durante el boom de la empresa en la segunda mitad del siglo XX, quiere regresar a Pemex a lo que era antes. Una petrolera líder a nivel mundial.
Peeeero, el presidente, por más buenas intenciones que tenga, enfrenta dificultades que quizá no logre vencer. No sólo porque tiene enormes sueños que quizás ya no sean acordes a la realidad –el petróleo ya no es el futuro, sobra decirlo– sino porque Pemex está tan en la lona que tal vez sea imposible de rescatar en su conformación actual.
Que quede claro: no es su culpa que las cosas estén como estén, pero la realidad también se impone en su camino. Ahí están las calificadoras y los inversionistas. Podrá no gustarnos lo que representan o cómo se manejan, pero estos grupos tienen el control de las grandes bolsas de inversión a nivel mundial. Si una calificadora dice que Pemex está empeorando con todo y que el gobierno le está inyectando recursos y ayuda, esto complica la situación: cuando la paraestatal necesite dinero externo para refinanciarse –porque el gubernamental a todas luces no será suficiente–, nadie le querrá prestar más. Y se entrará en un círculo vicioso: se requerirá de más dinero para sanear a Pemex pero nadie se lo podrá prestar.
¿Entonces cuál es la solución?
Una muy complicada. Lo primero es hacerle reingeniería a Pemex mismo: cortar lo que no funciona; transparentar su interior; limpiar el sindicato; reinvertir dinero en procesos óptimos en los que pueda obtener lucro; no desperdiciar fondos en empresas que no den retorno.
Pero lo más importante es analizar a Pemex con la cabeza y no con el corazón: nuestra petrolera ya no es ni será lo que era hace décadas. El petróleo tampoco. Pero todavía hay cosas que se le pueden rescatar antes de que sea demasiado tarde.
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