Por Esteban Illades

La semana pasada vimos la segunda renuncia grave en menos de seis meses en el gabinete presidencial. La primera, la de Germán Martínez al Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS) en mayo, fue dura por los motivos que expuso. Entre otras cosas, acusó que la Secretaría de Hacienda se estaba entrometiendo en el manejo del IMSS, y que se le estaban quitando recursos al sistema nacional de seguridad social para redirigirlos a otras áreas que el presidente consideraba prioritarias, como Pemex.

La carta de Martínez fue mal recibida en el gobierno.

El presidente hizo oídos sordos y en su lugar colocó a Zoé Robledo, hasta entonces subsecretario de Gobernación y funcionario leal a la autodenominada Cuarta Transformación.

La carta de Carlos Urzúa, hecha pública el martes pasado, es aún más fuerte que la de Martínez. Así como Martínez acusó que Hacienda interfería en sus decisiones, Urzúa acusó que alguien externo a Hacienda intervenía en las suyas. Para efectos prácticos ninguno de los dos tenía control total de su dependencia. También dijo, y esto es quizá lo más grave, que las decisiones de política pública del gobierno no se estaban fundamentando lo suficiente. Es decir, que el gobierno no estaba tomando en cuenta todos los elementos necesarios para gobernar de la mejor manera posible. Es suma, no se está gobernando conforme a la evidencia sino conforme a la intuición.

Foto: Cuartoscuro.

La carta de Urzúa fue recibida de igual o peor forma por el presidente. No sólo no dio acuse de recibo respecto a las graves denuncias del exsecretario de Hacienda –las cuales se prestarían para una denuncia formal ante la Secretaría de la Función Pública, entre otras cosas– sino que lo criticó por no querer avanzar en el camino del resto de la administración. Entiéndase, con por lo menos otro recorte para aumentar la austeridad y con la atención casi exclusiva a los programas que le interesan al presidente: becas para los jóvenes, pensiones para los adultos mayores y la inyección de dinero a Pemex.

De las renuncias llama la atención lo siguiente: por cuestión de formas, antes los funcionarios que dejaban el gabinete presumían “motivos personales” para hacerlo; rara era la ocasión en la que se argumentaba otra cosa. Incluso cuando lo hacían –pensemos en el sexenio de Enrique Peña Nieto– todo era parte de una escenografía controlada: eventos especiales, juramentos en público, entrega de documentos y apretón de manos.

El saliente siempre daba la bienvenida al entrante.

Ahora no, al menos en estos dos casos. Quienes se van, y se les reconoce la honestidad de hacerlo así, lo hacen explicando por qué lo hacen. Y en ambos casos sostienen lo mismo: las decisiones gubernamentales no van por buen camino. Dirán quienes apoyan al presidente y quienes trabajan en su gobierno que los funcionarios no entienden lo que significa la Cuarta Transformación de la vida pública y lo que quieren es permanecer en el pasado. Y en efecto, quizá no entienden lo que Andrés Manuel López Obrador está intentando hacer; si lo entienden, definitivamente no quieren ser parte de ello. Cualquiera de las dos es mala señal.

Es normal que el presidente desdeñe los motivos por los cuales se van los funcionarios, y es normal que sólo intente ver para adelante. Sin embargo, lo que deja en el camino se queda sin resolver.

Foto: Cuartoscuro.

Son acusaciones tan específicas las que hacen ambos exfuncionarios en sus cartas de renuncia que lo menos que se debería hacer, así fuera en privado aunque de preferencia debería ser en público, es investigar lo que acusan. Salvo que la injerencia de la que se quejan –lo cual es altamente posible– provenga de la presidencia misma, que busca, como se hacía en el pasado, mantener control absoluto sobre toda toma de decisión sin delegarle a nadie ese poder.

El problema es que eso es desgastante.

Así como el presidente terminó, él mismo, firmando permisos para que investigadores académicos viajaran al extranjero, querer estar en absoluto control de cada decisión de su gobierno terminará por agotarlo. También generará, como vimos en el caso de Martínez y en el caso de Urzúa, una fricción lo suficientemente grande como para que funcionarios de alto rango renuncien. Porque, ¿para qué formar parte de un gobierno en el cual no se puede tomar una sola decisión sin consultarla directamente con el presidente? ¿Para qué formar parte de un gobierno en el que, a pesar de dirigir una dependencia federal, tus subalternos tienen mayor poder que tú?

Como acostumbra, el presidente ignorará los reclamos y se mantendrá firme en sus tres proyectos estrella del sexenio. No obstante, al menos en el caso de Pemex, la realidad terminará por ponérsele al frente. Porque la idea que él tiene de la refinería de Dos Bocas, de lo que necesita la compañía para sobrevivir, es totalmente opuesta a la que sostienen los especialistas y los inversionistas. Podrá no gustarle lo que digan. Podrá no estar de acuerdo. Pero Pemex no existe en un vacío. Ya Martínez pidió que no le quitaran dinero al sistema de salud de los mexicanos para hacerlo. Ya Urzúa dijo que las decisiones que justifican lo que se hace en Pemex no tienen bases sólidas.

Foto: Manuel Velasquez/Getty Images

Si las causas de raíz de estas renuncias no son atacadas, en los próximos meses lo único que veremos serán más renuncias de quienes sí utilizan los datos y la evidencia para tomar decisiones. En su lugar sólo quedarán los que prefieren gobernar a través de la intuición, con todo lo que ello significa.

Quien esto escribe se toma un descanso y volverá a principios de agosto.

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Esteban Illades

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