Por Esteban Illades

La semana pasada, de manera un tanto sorpresiva, Jorge Ramos, el periodista –mexicano– estrella de Univisión, asistió a la conferencia de prensa matutina de Andrés Manuel López Obrador. López Obrador le dio la palabra y lo que siguió fue un intercambio distinto al que estamos acostumbrados en estas conferencias que comenzaron a principios de diciembre.

Ramos, como estila, preguntó, comentó y utilizó sus métodos para incluso subirse al estrado y estar frente a frente al presidente. López Obrador y Ramos discreparon en todo, pero igual fue un ejercicio valioso por dos motivos. El primero, porque vimos una manera distinta de ejercer la profesión periodística en las conferencias mañaneras. En lugar de preguntarle al presidente qué tipo de sangre tiene, se le confrontó con números. En lugar de preguntarle si duerme en una cama hiperbárica para no verse viejo, se le dieron datos.

López Obrador se defendió. Respondió como acostumbra, diciendo que sus cifras son distintas. A la defensiva, también modificó el discurso: pasó de decir que las cosas ya habían cambiado a decir que en su gobierno iban a cambiar. En suma, tuvo que matizar y que sostener una posición, cosa que rara vez sucede en estos eventos.

En redes no tardó la polarización: del lado de los seguidores de López Obrador se hablaba de insolencia por parte de Ramos; se le cuestionaba incluso que no viviera en México sino en Estados Unidos. Para muchos era no sólo impensable, sino insostenible, que alguien tratara al presidente como una figura menos que imperial.

Foto: Getty Images.

Del otro lado sucedió lo mismo –pero al revés–: se hablaba de una tunda histórica. Se felicitaba por todos lados al periodista por haber “exhibido” al presidente. Como si ese papel fuera el único aceptable, como si se tratara de una batalla en la que uno de los dos necesariamente debía perder.

Ni una ni la otra. Al presidente debe tratársele con respeto, sin duda, pero eso no evita que se le cuestione. Se le debe exigir por ser mandatario; es decir, por ser quien recibe el poder por parte de los ciudadanos. Debe rendir cuentas, y cuando no lo hace se le debe aumentar el nivel de exigencia.

Pero tampoco se trata del insulto liso y llano. No se trata de ir a pegarle nada más porque sí. En ese sentido, lo de Ramos, a diferencia de cuando entrevistó a Nicolás Maduro hace unas semanas, fue productivo: encontró una manera dura, pero válida y positiva, de cuestionar a un poder que no había sido cuestionado porque siempre tenía la famosa cantaleta de los 30 millones de votos detrás.

Sin embargo, el ejercicio pasó a un segundo plano este lunes, cuando el presidente retomó el tema en su conferencia de prensa del día. Ahí, después de una pregunta con bastante mala leche –como acostumbran varios de los supuestos reporteros que asisten a las llamadas mañaneras, que lo que hacen es atacar a quien está en desacuerdo con el presidente, para luego darle la razón a él y posteriormente disfrazar todo eso de pregunta–, el presidente regresó al asunto. Preguntó de manera retórica si Ramos es buen periodista o no –pregunta válida–, pero luego entró en aguas pantanosas. Le dijo a los reporteros de las conferencias que ellos eran “prudentes”, pero que otros colegas no lo eran, y que si se pasaban de la línea, pues ya sabían qué seguía. Se desmarcó, como acostumbra, y dijo que eso era tema de “la gente”, en abstracto.

Podrá argumentarse, como seguramente hará la gente a su alrededor, que el presidente se refiere a que a la prensa la castigan sus lectores, que si no cumple con lo que quieren, ellos le dan la espalda. Y en una de ésas puede ser cierto que se refiera a eso.

Foto: Pedro Martin Gonzalez Castillo/Getty Images

Pero el problema no es ése. El problema es el contexto en el que dice las cosas el presidente. Porque, por un lado, parece no entender la fuerza de sus palabras. Muchos de quienes votaron por él lo toman al pie de la letra y lo consideran la única fuente de información. Lo que él dice es lo que es, y no más. Mostrar a la prensa como un adversario, algo que tanto le gusta, es peligroso. Porque “la gente” a la que se refiere es quien lo escucha. Por ello es que debe hacerse responsable de lo que dice, pues tiene efectos. Nada quita que alguien siga al pie de la letra sus palabras o las interprete de una manera que pueda causar daños graves a los periodistas nacionales.

Y eso nos lleva al otro lado: al de los periodistas. México es de los países donde más homicidios de periodistas hay. La agresión proviene tanto de privados como de entes públicos, tanto crimen organizado como gobernadores o poderes ejecutivos locales tratan a la prensa como enemigos. Ejercer este oficio en este país es jugarse la vida día con día. Por eso, entre muchas cosas, es que las palabras importan. No sólo porque se atiza el odio en contra de periodistas desprotegidos, sino que incluso se le da carta blanca a sus agresores. Es un “ustedes se lo buscaron” en un país donde se carece de los mínimos insumos necesarios para realizar un buen periodismo –aunque a pesar de ello luego, milagrosamente, se logra.

Y, como hemos dicho en repetidas ocasiones aquí, con este tipo de actitudes perdemos todos. En lugar de contrastar opiniones, de que el presidente exprese su derecho de réplica, lo que tenemos es un ambiente en el que cada vez resulta más peligroso cuestionar al poder: no sólo por los obstáculos diarios, por la mala paga, por el crimen organizado que lleva años enraizado y que no se irá a ningún lado, sino porque López Obrador no entiende el peso de sus palabras.

Con pleitos como el que abre una y otra vez con la prensa, pone en riesgo a personas que, como él, sólo buscan hacer bien su trabajo.

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Esteban Illades

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