Por Esteban Illades

Este fin de semana asesinaron a Mario Gómez, periodista, en el estado de Chiapas. El homicidio de Gómez se suma a otros ocho en este año, a 12 el anterior y a más de 100 desde el inicio de este siglo. México es de los países más peligrosos del mundo para ejercer este oficio: está a niveles de países que viven en guerra civil abierta.

El año pasado el mundo periodístico mexicano sufrió un shock cuando el crimen organizado asesinó a sangre fría a Javier Valdez, uno de los decanos del periodismo del noroeste, y de los periodistas que más sabían sobre narcotráfico y violencia en todo México.

Valdez, ejecutado tras la publicación de un texto que enojó a uno de los cárteles que se disputan el territorio en Sinaloa, parecía intocable: si alguien sabía cómo moverse en ese mundo era él. Sin embargo, los códigos cambiaron, o quizás Valdez dio un paso en falso. Haya sido como haya sido, Valdez murió porque en este país nadie puede garantizar la seguridad de quien cuenta lo que aquí sucede.

Violencia periodistas
Foto: Miguel Tovar/LatinContent/Getty Images

Ahora fue el turno de Mario Gómez, al otro extremo de la república. Tan arraigada está la violencia, y tan poca importancia le damos al peso de las palabras en esta sociedad, que la muerte de un periodista es sólo una cifra que se agrega a un total previo. O, como sucede con cualquier muerto a manos del crimen organizado, se piensa que si lo mataron fue porque algo hizo para buscárselo.

Mientras tanto, cada vez son menos quienes se atreven a contar historias, a decirnos qué es lo que en verdad sucede en la república mexicana, y no sólo en su capital. Son estos reporteros, que ganan escasos pesos por nota –menos de 50 en muchas ocasiones–, los que día a día se enfrentan a la muerte: no sólo en su cobertura y en la información que presentan, sino ellos mismos que no cuentan con protección alguna de sus jefes o de las autoridades. Gracias a ellos es que conocemos el deterioro de México a lo largo de los últimos 12 años. Gracias a ellos sabemos sobre el día a día en lugares a los que pocos pueden entrar.

Sin embargo, pocos son los que en realidad le dan valor a estas acciones. Ni los propios medios: cada que asesinan a un periodista, a un colega, la prensa guarda silencio. No por respeto, sino por falta de interés. Como si los lectores no quisieran saber qué sucede, o como si por tratarse de un medio distinto o de la competencia el hecho simplemente no sucedió.

Incluso el gobierno, con su fiscalía especializada para delitos contra la libertad de expresión, está muy lejos de valorar el trabajo periodístico. Tanto para el saliente, que sólo apoyó a prensa afín y se gastó miles de millones de pesos en ello; como para el entrante, que califica lo que no le gusta de “fifí” y celebra cuando la cobertura le favorece, como si esto fuera un juego de halagos contra insultos, la libertad de prensa es cosa menor. Siempre y cuando los pinten en buena luz, lo demás pierde total importancia. Que los maten, qué más da.

Y es obvio que esto no debería ser así. El gobierno debería ser el primero en entender que una prensa libre, una prensa que pueda realizar su trabajo en plenitud, es lo que más le conviene a la sociedad. Esto implica, claro está, mostrar el lado oscuro y corrupto de los gobernantes, pues el periodismo siempre debe vigilar al gobierno y pedirle que rinda cuentas. Pero a la larga eso es más beneficioso, aunque les cueste trabajo entenderlo a ellos. En una sociedad democrática la crítica y la réplica, siempre con argumentos y con datos que lo sustenten, con información, realizarán un servicio a favor de los ciudadanos. Esto es algo que a todos, todos, nos conviene.

Foto: Miguel Tovar/LatinContent/Getty Images

Pero si nadie está dispuesto a darse cuenta de ello, o ni siquiera está interesado en voltear a verlo, jamás se saldrá de este atolladero, en el que lo que sucede al interior de la república y lo que sucede a la prensa –ésa que sí reporta y se juega el pellejo día a día– es ignorado de manera olímpica.

No le importa ni siquiera a los opinadores de la Ciudad de México, que en su discusión sobre libertad de prensa y posturas políticas están mucho más preocupados por adjetivarse los unos a los otros y en discutir lo que sucede en este ombligo hoy conocido como la CDMX, que en ver lo que ocurre allá afuera, en el resto del país. Un país donde a la gente la matan por hacer preguntas y por buscar respuestas. Un país donde a los periodistas los matan día con día y a nosotros se nos hace normal.

No debe serlo. Nunca. La información es un derecho. Y quien lo coarte, sea crimen organizado, sea gobierno, o sea ambos, le hace un daño irreparable a México. Lo menos que podemos hacer los demás es denunciarlo: aquí matan periodistas y a nadie le importa.

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Esteban Illades

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