El viernes por la tarde, cuando parecía que México se iba a llevar la peor parte de la ira de Donald Trump en su primera semana como presidente, sucedió algo todavía más increíble. Trump llevaba varios días jugando con la cordura de los mexicanos al firmar un decreto que anunció la construcción de un muro fronterizo, mientras especulaba públicamente sobre cómo es que nosotros lo pagaríamos: que si un arancel del 20% a nuestras exportaciones a Estados Unidos, que si un impuesto a las remesas que envían los mexicanos desde el norte; vaya, hasta la propuesta de ponerle un impuesto a los cárteles de droga. En el colmo del bullying entre países, el jefe de asesores del presidente se refirió a las distintas posibilidades como “un buffet de opciones”.
Mientras todo eso sucedía, Trump firmaba un decreto en la Casa Blanca ante fotógrafos. El problema era que el contenido del documento (un decreto es una orden firmada por el presidente que tiene la misma fuerza que una ley, pero que no tiene que ser aprobada por el Congreso) no se iba a publicar. Trump había hecho un cambio muy importante en materia migratoria, pero nadie sabía qué era.
Conforme pasaron las horas, las distintas agencias gubernamentales de Estados Unidos empezaron a recibir información sobre las instrucciones contenidas en el decreto. Resulta que, a partir del momento en el que el presidente lo firmó, su gobierno prohibía la entrada a ciudadanos de siete países con población musulmana: Iran, Irak, Libia, Siria, Somalia, Sudan y Yemen. Ya desde la campaña Trump había dicho que su política respecto al terrorismo sería una de “extreme vetting” (algo así como “revisión exhaustiva”). La promesa era que, una vez que asumiera la presidencia, Estados Unidos se pondría mucho más estricto en los métodos para aceptar refugiados de países que considerara una amenaza.
Sin embargo, la orden de Trump, como se fueron enterando las agencias (en particular Customs and Border Protection; o sea los agentes aduanales y de migración), era mucho más ruda que lo que había prometido: no sólo no se le permitiría el paso a los refugiados, sino también a personas con visas de turista, de trabajo, incluso con residencia permanente en Estados Unidos (aquellos que tienen las famosas “green cards”). Si un ciudadano de cualquier otro país que tuviera doble nacionalidad de uno de esos siete países e intentara ingresar a territorio estadounidense, le ocurriría lo mismo: lo detendrían en el aeropuerto o en la garita fronteriza y lo deportarían. (Por ejemplo, Mo Farah, campeón olímpico de 5,000 y 10,000 metros, cuyo pasaporte es británico pero su origen somalí.)
No sólo eso, según se supo después, cualquiera de estas personas que llegara a la frontera, aparte de ser deportada, tendría prohibido entrar a Estados Unidos durante los siguientes cinco años.
¿Por qué? Porque ese documento que había firmado Trump, llamado “Proteger a la nación de la entrada de terroristas extranjeros a Estados Unidos” (el texto completo, en inglés, está aquí) hacía legal la discriminación a los ciudadanos de esos países. La orden, que al día de hoy sigue sin estar oficialmente publicada en el sitio web de la Casa Blanca, ha prohibido por lo menos por 90 días su ingreso a Estados Unidos. En el caso de refugiados lo ha hecho por 120 días, y en el caso de personas provenientes de Siria (de cuya crisis humanitaria hablamos hace unas semanas aquí mismo) por tiempo indefinido. Todo porque, según el gobierno estadounidense actual, las personas originarias de estos siete países pueden ser agentes encubiertos del Estado Islámico que buscan aprovecharse de la situación actual para llevar a cabo atentados. (Nadie en el gobierno quiso tomar en cuenta que ninguna persona originaria de estos países había participado en algún atentado en territorio estadounidense; curiosamente el país de donde fueron originarios los responsables del 11 de septiembre, Arabia Saudita, no estaba en la lista, pero sí en la de países que han hecho negocios con las compañías de Trump.)
Durante el primer día de lo que en redes se conoce como el #MuslimBan (“veto a musulmanes”, aunque la administración de Trump niega que ese sea el objetivo), las casi 300 personas afectadas no correspondían para nada con el perfil que buscaba detener el gobierno. Por ejemplo, estaba el padre iraquí cuyo hijo de siete años había pedido a Santa Claus que lo trajera como regalo de Navidad y que llegaría de sorpresa el viernes por la noche. O los dos iraníes de 83 y 88 años que viajaban en silla de ruedas. O el bebé de seis meses que pasó cinco horas encerrado en un cubículo con su familia mientras las autoridades migratorias decidían si podían ingresar a Estados Unidos o no. O los casi 200 empleados de Google que no pueden regresar a trabajar. O… la lista podría seguir por muchos párrafos más.
Thousands now gathered at JFK’s international arrivals gate to protest Trump’s executive order — “Build the wall?” “WE’LL TEAR IT DOWN!” pic.twitter.com/3mJZTPt6V6
— Jack Smith IV (@JackSmithIV) January 28, 2017
Todos ellos estarían en aviones de regreso a sus países de origen si no fuera por el trabajo de la American Civil Liberties Union (ACLU, Unión Americana de Libertades Civiles en español), una organización no gubernamental que provee asistencia legal gratuita a quien la necesite. Los cientos de abogados de la ACLU fueron a los aeropuertos a donde llegaban los ciudadanos de estos siete países, y les ofrecieron asesoría legal. A través de lo que se conoce como un class action (en español acción colectiva), la ACLU demandó al gobierno de Estados Unidos por violar el Decreto de Migración y Nacionalidad de 1965, que establece que “ninguna persona […] puede ser discriminada en la emisión de una visa por su raza, sexo, nacionalidad, lugar de nacimiento o lugar de residencia…”. El sábado por la noche, una juez en Nueva York otorgó una audiencia de emergencia a los representados por la ACLU y les otorgó lo que en México se llama “suspensión provisional” (“stay” en inglés): se podrían quedar en Estados Unidos hasta que se resuelva el caso porque regresarlos a su país constituiría un daño irreparable. (Imaginen regresar a un niño de cinco años a la guerra civil en Siria, por ejemplo.)
El problema no terminó ahí. Aunque la juez le dio la razón a los migrantes, el gobierno de Trump se negó a aceptar la resolución. Al día de hoy siguen sin dejar pasar a todos los detenidos en los aeropuertos, e incluso ya han deportado a varios a pesar de que la juez sentenció que hacerlo es ilegal.
A la par de que esta batalla se libraba en los juzgados, muchos estadounidenses también respondieron de la mejor forma posible. Los aeropuertos desde Seattle hasta Nueva York se inundaron de manifestantes que fueron a apoyar a los detenidos. En Nueva York, la terminal cuatro del aeropuerto John F. Kennedy recibió a cientos de personas. En Boston miles de personas abarrotaron la plaza Copley para protestar lo que estaba sucediendo en su país. De la noche a la mañana Estados Unidos parecía la Alemania de la década de los 30: gente que tenía todos sus papeles migratorios en orden, gente que buscaba asilo en un país que les podía dar una mejor vida, ninguno de ellos podía entrar al país cuya Estatua de la Libertad tiene la inscripción “Give me your tired, your poor, your huddled masses yearning to breathe free…” (“Dame a tus cansados, a tus pobres, a tus masas amontonadas que añoran respirar libremente…”). Todo porque el nuevo presidente, asesorado por gente racista y xenófoba, había decidido que no más, que Estados Unidos dejaría de ser el ejemplo mundial, el país de la inclusión.
Pero sus ciudadanos, al menos esta vez, no se dejaron. Salieron a las calles lograron enfrentarse a las políticas opresoras de su gobierno. Cosa que tendrán que hacer durante los próximos cuatro años, ya que ésta apenas fue la primera semana de la presidencia de Donald Trump.
Esteban Illades
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