Por Esteban Illades

El fin de semana ocurrió una de esas tragedias que tapan otras tragedias que a su vez taparon otras tragedias. Un comando armado –porque claro, ya hasta lenguaje tenemos para definir esto– irrumpió en una fiesta y asesinó a 13 personas en Minatitlán, Veracruz. Entre ellas un bebé de un año.

La masacre sucedió un día después de que en Veracruz se descubriera otra –de las ya incontables– fosa clandestina con un número indeterminado de restos.

Que si a la fiesta iban a secuestrar a alguien. Que si lo iban a matar. El motivo es lo de menos, una vez más lo que vimos es violencia sin control, una masacre como otras tantas.

A pesar de que en este nuevo sexenio han ocurrido varias tragedias similares, Minatitlán parece ser un punto de inflexión frente al nuevo gobierno. En redes algunos le recordaron al presidente sus dichos en campaña; entre otras cosas dijo que a su llegada se reduciría la violencia. También le recordaron sus tuits en los primeros meses del sexenio de Peña Nieto: exigía resultados inmediatos ante el incremento de violencia.

Tragedias como la de Minatitlán hemos tenido muchas. Casino Royal, Villas de Salvárcar, San Fernando, Ayotzinapa, Nochixtlán, Tanhuato, Apatzingán son sólo algunas de tantas que vienen a la mente. En México el homicidio es tolerado, y la vida no vale nada. Por 1,000 pesos se puede disolver un cuerpo, como sucedió con los estudiantes de Jalisco el año pasado. Se puede matar a alguien y nunca sufrir las consecuencias. La muerte es cosa de cada día.

Sociedad, el gobierno, y el Estado están absolutamente rebasados por la realidad.

La reacción frente al presidente es entendible y esperada: la violencia no iba a disminuir en meses, si quiera en años. Quizá lo que podría suceder es que creciera menos, pero nada iba a cambiar en el corto plazo. El presidente mismo –esperamos– lo sabía; no por tener nueva cabeza del gobierno cambiaría todo. Lo que dijo fue lo que todo político dice: conmigo será distinto.

Sin embargo, su discurso no se adapta a la realidad. En los días posteriores a la matanza de Minatitlán los pésames han estado ausentes; lo que ha habido es culpa a antecesores y promesas de cambio en el futuro. Entendible, también, porque no es que el presidente llegara a gobernar Suiza. Pero, aun así, sabía –esperamos– que se enfrentaba a una realidad sumamente complicada. Es momento de admitir y no sólo de culpar, aunque las promesas puedan seguir sosteniendo al gobierno por más tiempo –pero no indefinido. La confianza muestra fisuras, como vimos este fin de semana.

Minatitlán volverá a suceder, de eso no hay duda. Y más de una vez. Aunque tengamos Guardia Nacional, aunque tengamos Ejército en las calles. Esta descomposición, por llamarla de alguna manera, requiere de una solución compleja a muy largo plazo, no de fantasías inmediatas de resolución. Requiere de policías competentes en todos los niveles, cosa que no existe porque a ningún orden de gobierno le interesa. Requiere de investigadores independientes y capacitados, que no hay. Requiere de voluntad política, que hasta ahora sólo aparece como frase en discursos. Requiere de mejores sueldos para todo el aparato de justicia, de prestaciones laborales justas y protección para que puedan realizar su labor. Requiere de trabajo digno para la población, que ve en el crimen la mejor salida a sus problemas.

En suma: requiere de muchísimas cosas que no se están haciendo porque, por un lado, no rinden frutos inmediatos y tampoco tienen consecuencias políticas tangibles y positivas. Por otro, requiere de cosas que no se hacen o no se pueden hacer porque la recaudación fiscal es bajísima y no hay dinero que alcance hoy para resolver problemas en un país en el que no hay suficientes escuelas, no hay suficientes maestros –capacitados y que quieran trabajar–, hospitales e insumos médicos.

Resolver las causas de Minatitlán requiere de lo que hoy no hay.

Foto: Galo Cañas / Cuartoscuro

Minatitlán no es culpa de un gobierno. Ni de éste, ni del anterior, ni del de antes a ése. Minatitlán es una tragedia que ocurre en un país en el que no hay justicia y en el que la ley es escasa. Minatitlán es una tragedia que se da en un país cuya economía depende del consumo de narcóticos del otro lado de la frontera, que no se responsabiliza de sus problemas ni lo hará. Minatitlán es culpa de una destrucción sistemática del país, en la que gobiernos y sociedad han dejado que todo empeore por no tener las herramientas o el interés necesario en detenerlo.

Pero a pesar de esa degradación no hay que abandonar nada. No es que el problema exista y se tenga que aprender a vivir con él, como se ha hecho durante décadas. Minatitlán es un llamado más. Un llamado a sociedad y gobierno a que reconstruyan un Estado desecho. Un llamado al gobierno a que entienda y hable públicamente de sus intereses y sus limitaciones. Minatitlán es, lamentablemente, otra oportunidad para hablar de algo que ya no queremos hablar: de cómo hay un México más allá de La Condesa, de San Pedro, de las comunidades con barreras y seguridad privada. De cómo en gran parte del país cada quién se vale por sí mismo.

De cómo la reconstrucción del país va mucho más allá de las palabras y promesas de un solo hombre.

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Esteban Illades

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