Por Esteban Illades
No hay otra manera de decirlo: México es un videoescándalo. Político que tenga poder, político que tenga dinero, su cara –o la de un ayudante– eventualmente aparecerá en un video recibiendo o entregando fajos de billetes.
La política mexicana lleva décadas podrida: basta con leer cualquier resumen de la historia nacional desde los años 40 para entender cómo se institucionalizó la podredumbre y los sobornos: todo se engrasaba con dinero, todo siempre se arreglaba con tajadas.
Y se ha mantenido al día de hoy. Las únicas pero cruciales diferencia del siglo XXI son dos: 1) La facilidad con la que se puede grabar un video de manera digital; 2) las redes sociales. Lo que antes se hacía “en lo oscurito” se sigue haciendo en ese espacio, pero casi siempre con un teléfono inteligente que certifica lo chueco del negocio.
Es curioso, siempre, ver cómo los grabados siempre se abalanzan sobre el dinero. Lo toman a puños, se lo meten en las bolsas. Se entregan los sacos con felicidad, con avaricia. El dinero los vuelve animales.
A veces ni lo cuentan, sólo se lo embuten. A veces se quejan de que no hay más. Pero todos actúan de la misma forma. Dame, dame, dame. Se arrebatan.
Unos dicen que son distintos, que la causa es lo que importa. Incluso hasta lo justifican: igual y hay que hacer un mal para que venga un bien. Otros son más cínicos –o quizá menos mentirosos– y admiten que el dinero es para lo que es y no vale la pena fingir.
Pero todos se lo clavan. Sin importar siglas.
La peor parte es que lo han normalizado. De alguna manera, nosotros también. Ya no sorprende de cuánto es el moche; tampoco sorprende que no vaya a haber consecuencias. La resignación es ver cómo los que castigan o pretenden castigar también deberían castigarse a sí mismos pero no lo hacen. Qué más da. Si yo estuviera en esa posición haría lo mismo, piensan algunos.
Porque la corrupción también es la corrupción de las palabras: las estiran, las transforman. “Yo no robo, el otro sí”. “Quién eres tú para cuestionar mi fortuna. Tú seguro eres corrupto también, algún interés tienes, ¿no?” “Y si sí, ¿qué?” “Yo robé pero poquito”, por utilizar la frase con la que Layín pasará a la historia.
Si alguna vez hubo virtud en la política, ésta se perdió hace mucho. En el mundo, sin duda, pero aquí lo podemos notar más porque es nuestra realidad cercana. Vivimos en la tierra del deslinde, de la negación categórica. Del eufemismo para no contestar a la verdad ni enfrentar a las consecuencias. Ser virtuoso es ser idiota.
A quien ya cayó en cuenta del engaño en el que lo metieron, seguro le dolerá más. Porque hasta el político que perjuró –porque perjurar es jurar en falso– que no mentiría lo hace.
El más convencido, el que se niega a aceptarlo, recibirá una cachetada más fuerte de la realidad cuando todo quede al desnudo: cuando se le disipe el efecto, cuando se le quite el aura al ídolo de barro ante el cual se persigna y por el cual jura diario, habrá quien se burle. Razón no le faltará. El te lo dije, el no podía saberse. Su fe –porque eso es, fe, no razón– quedará hecha trizas.
Pero tampoco se trata de victimizarse. Porque hay que pensar, también, en el lodazal en el que vivimos. México es un videoescándalo, nadie lo duda, pero no nos es ajeno. No ocurre en un vacío.
Los representantes representan, por más que se diga que no. Emanan de una sociedad que los encumbra, que los celebra. Tarado el que no se aprovecha, listo el que supo darle la vuelta a la ley.
El político nos da la mano derecha y nos felicita por apoyarlo; la izquierda, con toda confianza, nos la mete en el bolsillo para quedarse con nuestra cartera.
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