Por Esteban Illades
Hace casi 13 años, Felipe Calderón, después de ganar la elección más reñida en la historia del país –y después de la de 1988, la más desaseada– inició una guerra cuyo fin se ve cada vez más lejano. Mucho hemos hablado aquí de los efectos que ha tenido, de la pulverización de los cárteles, de la violencia que engendra la violencia y, sobre todo, de las fallidas estrategias de los dos últimos sexenios.
Hace unas semanas también tocamos el tema de los así llamados foros de paz, en los que integrantes del gobierno próximo de Andrés Manuel López Obrador han intentado dar un giro de tuerca al proceso: en lugar de imponer una estrategia, la idea es escuchar a quienes han sufrido en carne propia la brutalidad de este conflicto armado. Sin embargo, los resultados hasta ahora han sido pobres. No sólo porque el perdón pasa por la justicia, y eso no parece comprenderlo nadie más que las víctimas, sino porque los foros mismos carecen de estructura o de consecuencia: decíamos en ese entonces que semejaban más un intento de mostrar una buena imagen que un intento de crear buena política pública a raíz de lo discutido.
Pues bien, este fin de semana la estrategia del próximo gobierno generó otro sobresalto. Uno esperado, pero aun así difícil de digerir: el Ejército y la Marina se mantendrán en las calles durante el futuro próximo, en lo que se encuentra una estrategia distinta a la que llevamos observando más de una docena de años. A esto hay que agregar, según se ha comentado en diversos medios estos días, que los próximos secretarios de Defensa y Marina pasarán por los actuales titulares de las dependencias; es decir, que serán “palomeados”, como coloquialmente se dice, por sus predecesores.
Ninguna de las dos cosas es sorpresiva; sostener al Ejército en funciones de Policía es algo que López Obrador y compañía vienen mencionando desde el primer documento oficial que presentaron en campaña, su así llamado “Plan alternativo de nación”. Y en términos prácticos es lo sensato, pues sin Fuerzas Armadas se crea un vacío de tal magnitud que sólo lo podrían ocupar los grupos del crimen organizado: la Policía Federal no ha crecido en números, la integran más o menos la misma cantidad de elementos que cuando Enrique Peña Nieto asumió la presidencia.
Si se quisiera que retomara las tareas que le corresponden, o que lo hicieran las policías estatales o municipales, México ya debería haber por lo menos iniciado una transición a un modelo que llevamos esperando más de una década. Porque a fin de cuentas eso es lo que se necesita –únicamente para comenzar. El Ejército no puede permanecer en funciones de guerra por los años de los años. Ni siquiera aunque le dé permiso la catastrófica Ley de Seguridad Interior, creada con el único fin de legalizar lo que llevamos viendo durante lustros. Hay que cambiar el rumbo.
Pero ésa es sólo una parte. Supongamos que el gobierno entrante decide hacer de la seguridad su prioridad –cosa de la que hasta ahora no ha dado señal clara–, y que a través del gasto social, como ha mencionado el presidente electo en diversas ocasiones, logre alejar a algunos jóvenes de la violencia. O que legalice las drogas, como ha propuesto la próxima secretaria de Gobernación, Olga Sánchez Cordero. El efecto de ambas cosas puede ser positivo, pero seguirá sin ser suficiente. Cualquier acción deberá pasar por cualquiera de estos tres frentes –profesionalización de policía, oportunidades para los jóvenes, despenalización de drogas–, pero ni de cerca estaremos del otro lado. ¿Por qué? Por dos palabras: Estados Unidos.
Todo lo que se haga aquí en México dista de ser suficiente si se piensa que el negocio es lucrativo por lo que pasa allá. En Estados Unidos el consumo de drogas aumenta cada año: las muertes por sobredosis están al mismo nivel que las muertes por arma de fuego –o incluso por encima, pues las estadísticas varían–. Y esas drogas, oh, sorpresa, se producen acá. Ya no se transportan, se hacen en México. Desde hace muchos años, tampoco es que estemos descubriendo el hilo negro.
El boom de los opiáceos en EEUU ha sido una válvula de escape en las entidades más pobres de nuestro país. Desde que la marihuana se legalizó en varios estados del norte, el negocio cambió, y los cárteles mexicanos buscaron otra manera de seguir explotando el consumo vecino. Primero a través de la amapola, después convertida en goma y al final procesada en heroína –en una cadena de valor de miles, de hecho millones, de dólares– y ahora a través del fentanilo, su versión sintética. Nada idiotas los cárteles mexicanos: si se consume, se produce y el dinero fluye. Salvo por el pequeño detalle de la hipocresía del otro lado de la frontera.
Desde la presidencia de Richard Nixon a finales de los 60 y principios de los 70, el gobierno estadounidense ha mantenido una guerra declarada en contra de las drogas. Cosa que claro que no ha funcionado, porque al igual que nosotros cada año están más lejos de ganarla. Tienen ellos a un país que en público odia los narcóticos, pero que en privado no puede dejar de consumirlos.
Y de manera legal también, aunque en lo oscurito, y que involucra ilegalidad en México: los fármacos con y sin receta son cada vez más comunes; de dentistas a cirujanos, es rutina ver a doctores recetar opiáceos sin tomar en cuenta las consecuencias a largo plazo. No sólo porque los pacientes quieren evitar el dolor a toda costa, sino porque a veces resulta más práctico –en particular cuando el paciente no tiene seguro médico– aliviarlo en lugar de eliminar su causa. Ese mercado crece y crece, y dada su proximidad, junto con la facilidad para satisfacer sus necesidades desde México, resulta imposible controlarlo.
Por más buenas intenciones que tenga el próximo gobierno, lo único que puede ofrecer son paliativos, cual doctor estadounidense a sus pacientes. Las drogas siguen la lógica de un mercado del que somos partícipes pero nos es imposible controlar. Y por eso estamos atorados en una guerra sin fin.
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