Por Esteban Illades

El lunes de la semana pasada, The New York Times publicó una nota sobre un escalofriante informe que presentaron diversas organizaciones civiles, periodistas y académicos. El informe, disponible aquí, detalla cómo este grupo de personas fue objeto de un intento de hackeo a través de sus celulares, y cómo el hackeo vino, casi con toda certeza, de alguna dependencia gubernamental.

La mecánica es sencilla: cada uno de los afectados recibió un mensaje de texto en su celular con una liga a un sitio. Algunos mensajes eran vagos, otros personalizados.

Pero cada uno de los afectados los recibió justo en el momento en el que realizaban o publicaban algo que no le gustaba al gobierno.

Estos tres tuits de Carlos Brito dan una muy buena línea del tiempo que compara los intentos de espionaje con las actividades realizadas por quienes fueron espiados.

El gobierno, por su parte, negó que fuera responsable del hackeo. (Bueno, técnicamente no lo negó, sólo dijo que no había pruebas de que fueran ellos). De paso pidió que las personas señaladas levantaran una denuncia ante la Procuraduría General de la República. Entiéndase, que pidieran al gobierno que se investigara a sí mismo, cosa que, como sabemos, no se le da muy bien. (Cof, cof, Virgilio Andrade.)

Los días posteriores a la publicación del informe fueron muy movidos. Hasta el presidente, que tiende a no involucrarse en asuntos específicos cuando habla en público (en sus discursos diarios no dice las cosas por su nombre, sino que alude a conceptos abstractos y huecos, como es la costumbre en la política mexicana) salió un par de veces a opinar directamente sobre el tema. La primera lo hizo tan mal que tuvo que aparecerse una segunda vez el mismo día para aclarar lo que había dicho, pero en realidad confundió más las cosas.

Acá cinco puntos para entender este desastre.

1.- El gobierno compra y utiliza herramientas de espionaje

Muchos periodistas de la vieja escuela, de esos acostumbrados a no cuestionarse nada –salvo lo que ciertas personas les pidan que se cuestionen– opinaron la semana pasada que el espionaje en México no es nada nuevo. Que todos lo hacen, no sólo el gobierno. También privados, también la oposición, todos. Que tenemos que aceptarlo y ya, porque la neta quiénes somos los mexicanos para exigir nuestros derechos.

En el extremo del absurdo, José Luis Soberanes, excomisionado nacional de derechos humanos (sí, el extitular de la CNDH, por más raro que suene), tuiteó y luego que la mejor defensa ante el espionaje era simplemente no decir nada por teléfono y problema resuelto.

Ya saben, no usar minifalda para no ser violada.

Y puede que el espionaje sea costumbre, pero eso no quita que el asunto sea grave, más porque México al día de hoy es un país al menos nominalmente democrático, donde este tipo de cosas no deben suceder.

Hay que decirlo y repetirlo: el gobierno mexicano gasta dinero público para espiar a sus gobernados. No es poca cosa.

Lo ha hecho durante mucho tiempo, pero ahora sólo es más obvio, y lo hace a mayor escala, en parte porque la tecnología le facilita el trabajo.

Como con el software de la compañía italiana Hacking Team, que es utilizado para intervenir teléfonos y encender sus micrófonos y cámaras. El gobierno le ha comprado mucho, pero mucho a esta compañía, al grado de ser su mejor cliente a nivel mundial. Según documentos que se revelaron en 2015, nuestro país –a nivel federal y estatal– se había gastado al menos 6.3 millones de dólares (como 100 millones de pesos al tipo de cambio de ese año) en software de intervención.

Ahora hizo lo mismo con la compañía israelí NSO Group, a través de una compañía mexicana llamada Balam Seguridad, cuyo dueño es cercano a priistas del primer círculo presidencial. Se gastó al menos 80 millones de dólares (13 veces más que con Hacking Group) para comprar un programa (Pegasus) que hiciera lo mismo que el anterior.

Sólo que en esta ocasión fue mucho más burdo: los mensajes eran tan sospechosos que casi nadie cayó. (En verdad hay que tener un conocimiento muy limitado de cómo usa la gente su celular en México para pensar que alguien va a hacer click en una liga que lo lleve a UnoTV.)

2. El gobierno espía a privados

Carmen Aristegui es una de las personas cuyo teléfono trató de ser intervenido con la herramienta de espionaje Pegasus / Foto: Reporteros sin Fronteras

Una de las cosas que establece el NSO Group cuando firma un contrato es que el software que vende es de uso exclusivo para gobierno y que sólo se puede usar para fines específicos. En el caso de México, sólo se tenía permitido que usara Pegasus para cuestiones de narcotráfico o terrorismo. El gobierno tiene prohibido usarlo para otras cosas, tenía prohibido revenderlo o dárselo a particulares.

Según la acusación del informe –respaldada por el Citizen Lab, el prestigioso laboratorio de la Universidad de Toronto–, el gobierno hizo caso omiso de esto. En el menos malo de los casos, permitió que algún funcionario o alguien que no tenía permiso para usar el programa hiciera con él lo que quisiera.

En el peor lo utilizó de forma directa para amedrentar a la sociedad civil: desde periodistas en lados muy opuestos del espectro (Carmen Aristegui y Carlos Loret) hasta organizaciones que presionan por el caso de los 43 desaparecidos (el Centro Pro), pasando por el director de investigación en políticas y programas de nutrición del Instituto Nacional de Salud Pública, quien el año pasado se involucró en el impuesto a los refrescos. (Sí, espiaron a gente que lo único que quería es que los mexicanos tuvieran mejor salud, bajaran de peso y le costaran menos dinero al gobierno. Si eso no es el colmo de la locura, vaya uno a saber cuál es.)

Más allá de la gravedad de la intervención de las comunicaciones, hay que resaltar esto: las personas con intereses contrarios al gobierno y gran visibilidad son espiadas. Como en Alemania Oriental el siglo pasado, como China, como Rusia, como Turquía. Como países que no son democráticos, vaya.

Eso se llama autoritarismo, no democracia.

3. Al gobierno no le parece grave espiar

Hubo varias declaraciones extrañas en el ya infame discurso que dio el presidente Enrique Peña Nieto en Lagos de Moreno el jueves pasado –que también incluye un momento en verdad surreal en el que presume que una mujer le dio un beso y por ello decidió que el gobierno debería invertir más en la región–.

De estas declaraciones, la primera que levantó focos rojos fue que el presidente se dirigió directamente a quienes acusaron al gobierno de espiar y dijo que en el caso hipotético de que esto hubiera sucedido –porque jamás admitió que su administración espiara, aunque después dijo que sí había comprado el software–, no podían comprobar que hubieran sufrido daño alguno.

Entiéndase: si se les espió no se les hizo daño, porque no les pasó nada. Que hayan extraído información personal del teléfono, que tal vez hayan grabado sus conversaciones, para el gobierno eso no es grave. No se anden quejando por convivir.

4. El gobierno amenaza a ciudadanos en lugar de escucharlos

Pero el verdadero problema, o quizás el más fuerte, porque problemas hay varios, fue cuando el presidente se salió de guión e improvisó en el discurso. Tal cual dijo “Espero que la ley se aplique contra aquellos que han levantado falsos señalamientos”. No sólo negó que hubiera espionaje, sino que pidió que en caso de abrirse una investigación por el caso, se castigara a quienes acusaron que habían sido espiados.

O sea, que ahora sí se investigara el supuesto espionaje para que al final se demostrara que no existía y después se pudiera castigar a quien anda levantando falsos, según ellos.

Es el mundo al revés: si uno acusa al gobierno, el gobierno no sólo le dice que está mal sino que amenaza con perseguirlo por osar exigir que se respeten sus derechos.

Horas después, tanto el presidente como su vocero, Eduardo Sánchez, cambiaron de tono y de mensaje. Según Azam Ahmed, el corresponsal de The New York Times que firmó el artículo que dio pie a todo esto, el vocero de presidencia le habló personalmente para negar que hubiera habido amenazas y explicó que el presidente no había leído las tarjetas que le preparó su equipo y por eso pasó lo que pasó.

Como se demostró en ocasiones anteriores, los problemas empiezan cuando uno no lee.

5. Al gobierno también lo espían

Y por último, si el presidente no se hubiera ido en contra de los periodistas, la gran nota de la semana pasada –después, claro, de que el gobierno espía a la sociedad– hubiera sido que el gobierno también es espiado.

Remató el presidente en ese mismo discurso con la admisión de que a él también lo espiaban. Que recibía mensajes de desconocidos en su celular y que no los contestaba. Y que sus conversaciones ya habían sido filtradas en ocasiones anteriores.

Esto genera muchas más dudas: ¿El presidente usa el teléfono para ver memes? ¿Manda piolines por Whatsapp? ¿Usa Instagram stories para compartirle su desayuno a los cuates?

No, pero ya en serio: ¿El presidente utiliza un celular que no está protegido? Algo grave, de ser cierto.

Aunque claro, no sería la primera vez. Vale la pena recordar que el expresidente Felipe Calderón una vez anduvo compartiendo su contraseña y su cuenta personal de Hotmail (¡Hotmail!) con desconocidos.

Conclusión (y saludos al CISEN, si están leyendo esto)

Lo que vimos la semana pasada es problemático. Nos enteramos de algunos casos –antes de que fuera cool y todos (¡Hola, Ricardo Anaya!) salieran con que los espiaron– en los que el gobierno o sus funcionarios usaron dinero público y software especializado para hackear a ciudadanos. Nos enteramos que tampoco les pareció grave, y que se enojaron por la acusación. Nos enteramos que también a ellos los espían.

Y comprobamos lo más grave, aunque nos digan chairos por señalarlo: un gobierno deja de ser democrático cuando espía a sus gobernados.

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Esteban Illades

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