Por Esteban Illades
El viernes pasado nos levantamos con la noticia de que Omar García Harfuch, secretario de Seguridad Ciudadana de la Ciudad de México, o lo que es lo mismo, el policía número uno de la capital, había sufrido un atentado en pleno Reforma.
La noticia sorprendió por dos motivos: el primero, que un comando armado que llevaba fusiles antiblindaje pudiera perpetrar un atentado de este tipo en la CDMX. El segundo, que pudieran atentar en contra de García Harfuch, quien, para efectos prácticos, es el funcionario de seguridad más importante después de la triada de los secretarios de Defensa, Marina y Seguridad a nivel federal.
Según el propio García Harfuch fue el Cártel de Jalisco Nueva Generación (CJNG) quien ordenó el atentado: semanas atrás el CNI, el Centro Nacional de Inteligencia –el CISEN que se supone ya no existe–, había interceptado una supuesta comunicación de miembros del cártel en la que se mencionaban objetivos de alto nivel. Uno de ellos, dedujo el gobierno, era el secretario de seguridad de la capital.
Vale la pena recordar que un juez federal fue asesinado hace dos semanas también por el CJNG. Sin embargo, la noticia no estuvo ni cerca de generar el interés nacional que desencadenó el atentado en Reforma.
Pero en menos de un mes dos funcionarios de alto nivel –un juez de Distrito como Uriel Villegas era, por lo menos, equivalente a un subsecretario de gabinete– fueron víctimas del cártel más poderoso del país. Por suerte, García Harfuch salvó la vida y sólo tuvo lesiones moderadas.
La respuesta del gobierno tuvo dos frentes: uno bueno y uno malo. El bueno fue que en cuestión de horas ya se había dado con más de una docena de supuestos responsables, incluso con el presunto autor intelectual. Al ser el secretario un personaje tan importante, la justicia se movió con la rapidez que se reserva para este tipo de casos y no para otros. Lo ideal sería que así se trabajaran todos los casos.
No obstante, un poco de tranquilidad da saber que al menos en algún tipo de situaciones las autoridades se mueven como deberían.
El frente malo fue el discurso. Ahí apareció, como siempre, el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana federal, Alfonso Durazo, para complicar la situación. Durazo se colgó la medallita y dijo que el atentado contra García Harfuch era muestra de que el trabajo del gobierno contra el crimen organizado estaba funcionando.
Pero un atentado nunca debe ser motivo de orgullo, ni mucho menos medida del éxito: es presumir que las avispas nos están picando porque decidimos ir a patear el avispero.
Debería ser todo lo contrario: objeto de preocupación. El atentado del que fue víctima el secretario –y en el cual murieron dos integrantes de su personal, así como una señora que ni la debía ni la temía y sólo iba camino al trabajo– nos muestra cómo la violencia en México llega a nuevos niveles cuando pensamos que no se podía. Cuesta trabajo recordar un acto de violencia así –el cual, cabe resaltar, pudo tener peores consecuencias porque la gasolinera aledaña recibió al menos 11 impactos de bala– en la capital de México.
Dirán los lectores de provincia que qué miedosos los chilangos, que ellos están acostumbrados a esto y más. No por nada pasaron de largo las masacres de Caborca y de Celaya de los últimos días, o los reportes de una matanza en Michoacán este fin de semana.
Porque lo que en la capital es nuevo en el resto del país es cotidiano.
Pero eso tampoco debería ser motivo de burla u orgullo: que la violencia a gran escala alcance a la Ciudad de México nos habla de lo seguras que se sienten las organizaciones criminales del país. Así como Ovidio Guzmán fue liberado cuando el gobierno y el Ejército se dieron cuenta que no podían salir bien librados si se lo llevaban detenido, acá podemos ver que un cártel no tiene empacho alguno en emboscar a un funcionario de alto nivel en una de las avenidas más importantes de la capital: saben que las consecuencias van a ser relativamente leves y los beneficios altos.
Y eso debería preocuparnos a todos. Cuando el crimen organizado le pierde miedo al Estado es cuando se desbalancea la ecuación: cierto, no funcionó el atentado –por la falta de pericia de los perpetradores–, pero se intentó y la imagen ahí queda para la posteridad; una camioneta blindada rafagueada a plena luz del día en la zona de embajadas.
Si el crimen organizado ya no respeta límite alguno y está dispuesto a llevarle la lucha a su territorio a las autoridades, es momento de ponerse a reflexionar, no a celebrar porque del cielo llueven balazos.
Posdata
Horas después del atentado, los dos propagandistas principales del gobierno tuvieron la brillante idea de asignar culpas. Uno, el que acaba de grabar una entrevista exclusiva de cuatro horas con el presidente y tiene su oído cuando gusta, dijo que todo era parte de un golpe de Estado orquestado por la oposición para que el presidente no viajara a Estados Unidos. El otro, esposo de una secretaria de gabinete e influyente merolico en televisión y redes, comparó a los sicarios que perpetraron el atentado con los “sicarios mediáticos”. Hasta la Comisión Nacional de Derechos Humanos y la Comisión Interamericana lo exhortaron a no utilizar ese tipo de lenguaje. Después intentó deslindarse pero sólo se enredó más.
Sirva esto para entender lo equivocada que está la estrategia del gobierno y sus seguidores: ante un acto de violencia inaudito en la capital del país, a escasos kilómetros de la sede de gobierno, lo único que atinan es a atizar la violencia en contra de los medios y de la oposición. Pequeños, pequeñitos son y se comportan, cuando deberían ser todo lo contrario.
Pero no, porque si algo queda claro es que la situación los rebasa. Y por mucho.
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