Por Esteban Illades

Hace unas semanas, un whistleblower (la traducción literal sería un “soplón” o un “delator”) dio a conocer que Cambridge Analytica (CA), una compañía con base en Londres, había obtenido, de manera ilegal, datos personales de 50 millones de usuarios de Facebook. Hoy, se sabe, el número es más alto, y ronda los 87 millones. De ésos, poco menos de un millón –cerca de 800,000– son cuentas asociadas a usuarios mexicanos.

¿Cuál era la importancia de obtener estos datos? Según lo revelado el soplón –la traducción no es perfecta–, Christopher Wylie, y después confirmado por investigaciones de The Guardian, se utilizaba para anuncios políticos. Con la información que tenía en manos la compañía –que trabajó para Donald Trump en su campaña presidencial–, en teoría era posible diseñar la publicidad perfecta: algo que generara el suficiente miedo para que el votante eligiera no sólo votar, sino votar por un candidato en específico.

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Sin dejar de lado el posible efecto que haya tenido sobre la elección presidencial de Estados Unidos –Cambridge Analytica jura que le dio el triunfo a Trump–, hay un tema aún más importante, que debemos discutir aquí hoy: cómo llegaron esos datos a manos de la compañía y qué implicación tiene para nuestra relación con la red en general.

Aleksandr Kogan, académico de nacionalidad rusa adscrito a la universidad de Cambridge –universidad sin relación con la compañía, por cierto–, en Reino Unido, creó una app hace aproximadamente cuatro años. Para ser precisos, no era una app, sino un test dentro de Facebook. El test se llamaba “thisismydigitallife”, o “éstaesmividadigital”, y era de esas cosas que estaban de moda entonces (acá en la Ciudad de México, por ejemplo, existían esos quizzes de “A qué escuela fresa o chaira o fresichaira perteneces en verdad”, o “Dinos qué taco te gusta y te diremos con quién te vas a casar”).

Pues bien, cuando uno aceptaba entrarle al test, daba el famoso permiso de Facebook que casi nadie leía, y que en esos tiempos no tan lejanos otorgaba acceso no sólo a la información personal que había ingresado a la plataforma, sino la de toda su red. Y no sólo la que hacía pública, sino la privada también.

Kogan originalmente había dicho que utilizaría la información para un proyecto académico, y Facebook no dijo nada. Después resultó que en realidad le dio todos los datos a esta compañía. En un primer momento, cuando Mark Zuckerberg y compañía se enteraron que éste era el verdadero propósito, tampoco hicieron mucho. Le pidieron a Kogan y a CA que borraran los datos y ya. Cosa qué, aparte de todo, ni hicieron.

Y es que esos datos son todo en el siglo XXI. Cierto es que uno puede darle un nombre y un correo falso a Facebook, pero la mayoría de los personas no lo hace. Sea por flojera o confianza –ingenuidad, en un extremo–, la mayoría de las personas está dispuesta a darle sus datos a una compañía privada que depende de una sola persona –Zuckerberg es accionista mayoritario– y que no está regulada por nadie. Algunos dirán que qué padre, pero en el mundo digital nuestros datos son todo. Son nuestra red de intereses: qué nos gusta, qué no; a dónde vamos, por qué; qué compramos, qué vemos; con quién conversamos, con quién no. Y así. Eso es oro para esta industria. Si no somos dueños de nuestra identidad en realidad no somos dueños de nada.

Facebook lo sabe. Por eso se ha dedicado, más que a ser una red social, a convertirse en una especie de pasaporte web. Por eso cuando uno se suscribe a un sitio, cuando compra algo, cuando hace cualquier cosa que requiera de una identidad, utiliza su cuenta. Es más sencillo y menos tedioso que ingresar datos una y otra vez. Evita que tengas que acordarte de una nueva contraseña. Te hace la vida más sencilla.

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Pero cuando esa información te la roban, el mundo se viene abajo. Es parecido a la persona que trae sus tarjetas de crédito e identificaciones en el mismo estuche que el celular. Con un carterista medianamente hábil, todo eso desaparece. La gran diferencia aquí es que la entrega de datos es voluntaria. Uno está compartiendo esa información bajo promesa de que no hagan mal uso de ella, pero sin una garantía a cambio.

Porque las redes sociales son gratis, no dependen de una suscripción o de tu dinero. Dependen de los anunciantes, y esos anunciantes lo que quieren es maximizar sus ventas. Para ello, los datos personales son clave. Facebook, Twitter y similares son entes privados, no servicios básicos –como agua o luz– que deben servir a los ciudadanos. Sirven a los accionistas y a las ganancias.

¿Qué hacer? El modelo sólo puede existir de dos maneras: gratuita o de paga. De paga, en teoría, evita que los datos se vendan o distribuyan, porque la compañía se debe entonces a los usuarios. Pero crea una barrera de entrada a una herramienta que, bien utilizada, puede ser una gran red de comunicación y un gran medio de acceso a la información.

Gratis, en cambio, se invierte el asunto: no hay barrera alguna de entrada pero alguien tiene que encontrar ingreso no sólo para que exista sino para que sea sumamente rentable. Y ese ingreso son los datos.

Las redes sociales no van a cambiar, aunque lo prometan, porque en este mundo nada es en verdad gratis. Lo que uno tiene que decidir, entonces, es qué comparte. En lo que decidimos si queremos que las redes se conviertan en algo vital, lo mejor es hacer dos cosas. La primera, proteger nuestros datos dada su importancia, y la segunda participar y cabildear para que, en caso de que las redes en serio se conviertan en indispensables para la humanidad, sea ella y no los accionistas ni los vendedores quien decida qué uso se le da y qué permiso se le otorga.

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Esteban Illades

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