Por Esteban Illades
Con toda la euforia alrededor de Andrés Manuel López Obrador –qué planea hacer una vez que sea presidente, qué está haciendo ahora, a quién elige para el nuevo gobierno, qué dice y qué no dice– hay alguien de quien el país ya se olvidó: Enrique Peña Nieto, presidente de México por cuatro meses más.
“El país ya lo olvidó” es un decir, claro está. Lo que ocurre hoy en día es que ya nadie habla de él, pero los efectos negativos de su presidencia los veremos durante muchos años más. Los positivos no, porque el próximo presidente ya dijo que se encargará de borrarlos por no estar de acuerdo con ellos.
Si esto fuera el año pasado, en los medios la noticia de la semana hubiera sido que EPN estaba de vacaciones. Hoy ni quien lo cubra. Por primera vez en cinco años, el actual presidente mexicano está fuera del reflector.
Y dirá uno que qué bueno, que se lo merece después de tanto trabajo. Que un presidente debe poder desaparecer a gusto, debe poder pasar a segundo plano y encaminarse a convertirse en un ciudadano más, como todos nosotros. Sin embargo, querido sopilector, ocurren dos cosas: la primera, que no sobra repetir, es que sigue siendo el presidente por cuatro meses más. La transición va a ritmo vertiginoso, y López Obrador acapara todas las portadas y todas las noticias. No hay día que no dé conferencia de prensa para anunciar algo, por más pequeño que sea. Ha empujado con éxito a EPN de la narrativa nacional, para convertirse él en su único ocupante. Pero el presidente sigue ahí. Sigue siendo responsable del país aunque todos estemos mucho más interesados en lo que tenga que decir o hacer López Obrador. Sigue gobernando, o eso dice.
La otra es que es un presidente que dejó una cadena muy larga no sólo de errores, sino de problemas que costará mucho tiempo resolver. Ninguno tan grave, quizás, como el anunciado hace unos días por el INEGI: la tasa de homicidios –ésa que se mide por cada 100,000 habitantes– está en niveles nunca antes vistos. Cierto es que eso lo decimos cada año, porque la violencia no sólo no disminuye, cuando el presidente prometió en campaña que la iba a reducir de manera importante, sino que aumenta sin tregua alguna. Los niveles hoy son de país en guerra abierta. Son, por decirlo con todas sus letras, mucho más graves que durante el sexenio de Felipe Calderón, que fue particularmente violento.
Las estructuras que se tenían que transformar para evitar que esto sucediera no se transformaron. Los estados siguen sin tener policías efectivas y confiables. El propio Ejército sufre: menos gente se alista a las fuerzas armadas cada año porque entiende muy bien cómo está la cosa. Y uno de los grandes programas, la bandera del presidente para evitar seguir por este camino, la prevención de violencia y delito, fue abandonada hace ya tres años por falta de presupuesto. El presidente nunca entendió el más grande problema del país, que acabó por salírsele de control.
No sólo eso: no pudo con un incendio y empezó otros de a gratis. No hace falta más que ver toda la estela de corrupción que dejó esta administración, y que será muy difícil de borrar. Eso en gran parte porque el próximo gobierno ya dijo que no se va a ocupar de ella, es cierto. Que se ocupará sólo de lo que hagan los suyos. El problema aquí es que nos queda una herida sin sanar. Qué bueno que AMLO quiera evitar que su gente se corrompa –y ojalá que así lo haga, aunque el inicio, cof, cof, Bartlett, no es el más promisorio–, pero ahí hay una llaga abierta: la Casa Blanca, la Estafa Maestra, Odebrecht, como se le quiera llamar al problema, ahí está. Miles de millones de pesos desaparecidos, contratistas en tratos oscuros de manera directa con el presidente, y mucho más. Todo enfrente de nuestras narices.
Enrique Peña Nieto entregará la banda presidencial el 1 de diciembre, y cuando se vaya también se irá la oportunidad de castigar una buena cantidad de cosas que nunca se debieron de haber permitido. Se hablará, como ya se hace, sólo de López Obrador. Y quien ocupó el puesto más alto de gobierno durante los últimos seis años pasará a un olvido que, francamente, no se merece. De él se hablará como un mal trago durante la historia del México moderno, de lo que pasa cuando al PRI se le da una segunda oportunidad. Pero nada más.
Y eso es todo menos justo, querido sopilector, pues aunque en el peor punto de su presidencia se le exigió que se fuera, o que por lo menos reaccionara, no hizo nada en absoluto. Aguantó, esperó a que las aguas se calmaran y se quedó como el presidente con menor índice de aprobación desde que las encuestas miden esos números. No parece haberle importado mucho, o tal vez sí, pues toda esa narrativa de las reformas estructurales y “salvar a México” desapareció muy, pero muy, rápido. No obstante, EPN nunca quiso o pudo hacer algo por recuperar esos dos primeros años. Al contrario: se enfrascó con quien lo criticaba, espió a sus oponentes. Jugó al doble o nada a pesar de tener las cartas en contra. Y volvió a perder. Tanto así que el PRI ni siquiera con Roberto “corro más rápido que Usain Bolt” Madrazo recibió tan baja votación en 2006.
Tal vez ése sea su castigo, ver cómo el partido en el que creció hoy esté en ruinas. Pero no es suficiente. Al presidente actual no hay que olvidarlo, porque ése sería un triunfo para él. De este sexenio siempre hay que hablar como el más corrupto en mucho tiempo, y recordarlo para evitar que, cuando el PRI vuelva a tocar la puerta en unos años pidiendo el voto, se lo demos como si nada hubiera pasado.
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