Por Esteban Illades
Depende a quién le hagamos caso y depende de qué zona del país habitemos, pero por estas fechas se supone que estamos llegando al pico de la epidemia de coronavirus: de mantenerse las recomendaciones de cuarentena y distancia social, de mantenerse sin colapsar el sistema de salud, en teoría estaríamos por pasar lo peor en contagios durante los próximos días.
Sin embargo, nadie sabe ni puede decir qué sigue porque los humanos no hemos desarrollado inmunidad de grupo ante el virus, o una vacuna que detenga su propagación. Por más charlatanería que leamos en medios y escuchemos incluso de líderes mundiales, no existe un tratamiento 100% efectivo aún. Los datos de China distan de ser confiables y los estudios científicos y médicos se están haciendo al vuelo: todo aquello que se dice del virus, de sus efectos, incluso de cómo se contagia, dista de estar escrito en piedra.
Esto se debe a dos cosas: 1) son pocos expertos a nivel mundial los que se especializan en coronavirus; nunca ha sido un campo de mucha investigación, salvo cuando hubo brotes de SARS y MERS hace unos años. 2) La investigación ocurre en tiempo real. Sabemos cómo fue la influenza de 1918, que mató a entre 3% y 6% de la población mundial. Sabemos cómo actúa el ébola por los distintos episodios de contagio que han existido. Pero el nuevo coronavirus, que da pie a la enfermedad Covid-19, no tiene ese beneficio de retrospectiva. Toda estrategia se prueba sin saber, literalmente a ciencia cierta, qué efecto tendrá.
Por eso es un misterio el mundo y el país que vienen. En México, a diferencia de Europa, la economía no se puede dar el lujo de mantenerse cerrada indefinidamente: más de la mitad es informal. Es inevitable que las grandes aglomeraciones –piensen en la Central de Abastos, en la estación Pantitlán, en el Centro Histórico de la Ciudad de México, por ejemplo– vuelvan a ocurrir. Y, por lo mismo, es inevitable que tengamos brotes en el futuro inmediato. No por nada el subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, ha hablado de una posible segunda ola en octubre de este año, que coincidiría con la temporada de influenza. Sin cura o tratamiento, los contagios no pueden detenerse, sólo alentarse.
Las escuelas permanecen en un limbo en medio de la cuarentena. El secretario de Educación Pública, Esteban Moctezuma, ha movido la fecha de reapertura conforme cambia la situación. Primero fueron las dos semanas extra previas a las vacaciones de Semana Santa, después fue el 1 de junio. Ahora habla de reanudar cuando el Consejo de Salubridad General dé permiso. Si hay padres de familia leyendo esto, de una vez les digo: es imposible saber cuándo sucederá eso. Los niños también se contagian. Y las escuelas son espacios de alto contacto: es imposible mantener alejados a unos de otros. Serán en su mayoría asintomáticos, como parece sostener el consenso científico, pero eso no quiere decir que no sean contagiosos. Maestros, trabajadores, padres de familia, todos ellos corren el riesgo –al igual que los niños– con la reapertura.
Quizá –más bien, probablemente– las escuelas privadas tienen mayor facilidad para guardar la llamada “sana distancia”, pero las escuelas públicas no. ¿Deberán reiniciar unas sí y las otras no? Por supuesto que no: lo único que se logrará es tener mayor desigualdad social. Desigualdad que ya se amplía en estos momentos: no es lo mismo recibir educación a distancia en una escuela privada que en una pública, si es que la pública está incluso en la posición de intentar educación remota más allá de la teleeducación que se da en el Canal Once por las mañanas.
¿Qué pasará cuando la gente regrese a trabajar?
Para quienes tienen niños, la situación se complica. ¿Se les deja solos si no se les puede cuidar? ¿Se les envía con los abuelos –población de riesgo– durante la jornada laboral? ¿Qué se hace? Nadie ha encontrado aún la solución.
Y no sólo eso: las oficinas mismas. Habrá que acomodarse, en el corto plazo, al trabajo a distancia o escalonado, con la idea de que en cualquier momento pueda haber un brote de contagio, de que cualquiera se pueda enfermar. También habrá que lidiar con el hecho de que la economía posterior a la cuarentena estará en situación crítica: da flojera cantar la misma tonada, pero en México el gobierno está muy lejos de tener una buena preparación para el tamaño de golpe que nos espera. Pongámoslo en perspectiva: de la segunda mitad del siglo XX hasta hoy, ninguna otra crisis le ha pegado tanto al Producto Interno Bruto de México, el PIB, como lo que se espera que pegue la actual. Tendríamos que remontarnos a la Gran Depresión de finales de la década de los 20, hace casi un siglo, para medir la magnitud de lo esperado. Así.
Dirán los que siempre dicen que al resto del mundo le irá igual. Pues sí, pero mal de muchos. Que el mundo sufra no es consuelo alguno. El golpe viene. No lo podemos esquivar.
Muchísimas empresas cerrarán durante la cuarentena; muchísimos negocios –medianos y pequeños– también. Las grandes industrias –el ejemplo más claro son las aerolíneas– entrarán en graves problemas. Veremos desempleo, malas condiciones. Una situación adversa. Quien diga lo contrario sólo se engaña a sí mismo. Serán meses difíciles.
Por último: el sistema de salud ha aguantado, pero no sin enormes dificultades. Los testimonios de doctores/as enfermeros/as hablan de hospitales colmados, de falta de material, de cupos llenos, de contagios masivos. Pero éste es sólo el primer golpe. Porque ya que nos abran las puertas estaremos en condiciones vulnerables otra vez. Y los médicos/as deberán de luchar, por más tiempo, con más cansancio, con menos insumos, ante un enemigo que no piensa irse pronto. Y el sistema deberá aguantar, porque no tiene de otra.
Todo esto, claro, cuando termine la cuarentena.
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