Por Esteban Illades
En algún momento de hoy, el presidente viajará a Estados Unidos. Hará escala en algún aeropuerto y conectará hasta llegar a Washington D.C., la capital de nuestro vecino del norte. Ahí, durante dos días, hará una visita oficial a Donald Trump. Originalmente se había dicho que sería un acto tripartito para celebrar la entrada en vigor del nuevo tratado de libre comercio, el T-MEC, pero Justin Trudeau, primer ministro de Canadá, declinó asistir a la reunión. No sólo por no encontrarle provecho, sino porque en Canadá los protocolos de salud son estrictos: tendría que cuarentenarse dos semanas después de pisar la Casa Blanca.
Será, entonces, una reunión entre el presidente mexicano y el estadunidense. Y será, también, el primer viaje que haga al extranjero el nuestro desde que tomó posesión en diciembre de 2018. Para ser un hombre al que le importan mucho los símbolos, esta visita dice montones.
Oficialmente, según ha explicado en sus conferencias de prensa matutinas de las últimas semanas, el viaje no sólo es para celebrar el T-MEC, sino para “dar las gracias”. Quienes defienden a capa y espada al presidente sostienen que esas gracias son por la “ayuda” que dio Estados Unidos a México en la reunión de la OPEP+ de hace unas semanas, en la que los principales productores mundiales de petróleo acordaron una rebaja significativa en su producción. México no quiso someterse al acuerdo, y al final Donald Trump prometió que su país sacrificaría parte de su producción para cubrir la cuota mexicana. Al día de hoy esto no se ha hecho por un sencillo motivo: en Estados Unidos las petroleras son privadas; el gobierno no puede tronar los dedos y obligarlas a producir menos.
Entonces esa “ayuda” no fue tal.
Sin embargo, en México, al menos en el gobierno, fue vista con buenos ojos. Tan buenos, de hecho, que ahora el presidente está dispuesto a lo impensable: someterse a una prueba de COVID-19 con tal de ir a Estados Unidos. No hacerlo, dijo, sería irresponsable. (No así someterse a una prueba antes de hacer giras por el interior de la república, vale la pena anotar.) También enfatizó que representará al país con “dignidad” –cosa que sorprende, porque eso debería estar entendido y no debería ni tener que decirse, pero bueno–. Y es así como tenemos una reunión entre dos líderes que enfrentan serios problemas a nivel local.
Acá en México la pandemia sigue sin controlarse. Los casos activos –aquellos que han iniciado en las últimas dos semanas– constantemente llegan a nuevos máximos. El sábado entramos al Top 5 mundial de muertes –que ahora se intenta justificar por el tamaño de población del país, a pesar de que China, Nigeria y Pakistán, mucho más poblados que México, no están ni cerca de nuestros números–. El Centro Histórico de la Ciudad de México tuvo que cerrarse otra vez por no respetarse las medidas de salubridad; Nuevo León entró en toque de queda por el aumento de casos; el Estado de México sigue y seguirá en rojo. Y éstos son solo unos ejemplos.
Económicamente las previsiones cada vez son peores a pesar de que el presidente dice que sólo es un tema de optimismo. Y la “austeridad republicana” llegó a un nuevo fondo: ahora resulta que, al menos en la secretaría de Economía, quien quiera usar una computadora tendrá que comprarla o compartirla porque ya no hay presupuesto.
En seguridad no hay avances significativos. Estados como Guanajuato amenazan en generar una crisis nacional.
La aprobación presidencial, en la mayoría de las encuestas, se acerca ya al 50%. No son buenos tiempos.
Tampoco para Donald Trump. Su aprobación es la más baja desde 2016. El país se desbordó por completo a causa del coronavirus. Los casos están descontrolados, la pérdida de empleos es catastrófica. Parece todo haberse salido de control. La reelección se ve cuesta arriba.
Por eso necesita un distractor. Necesita que alguien lo vaya a visitar, que le recuerde a Estados Unidos que el gobierno sigue funcionando.
Y no sólo eso, necesita alguien a quien pueda bullear o por lo menos dunkear. Para eso el presidente mexicano es perfecto: junto a él puede recordar el muro, puede hablar de cómo ha hecho su trabajo sucio en migración y felicitarlo; más importante aún, puede usar la foto posterior en sus eventos de campaña: Miren cómo me aprovecho del presidente de México. Miren como lo controlo.
No es descabellado: ya lo hizo en 2016.
En ese sentido, las “gracias” que se van a ir a dar son, por decir lo menos, ingenuas. Por lo más, sumisas.
México tuvo que negociar un nuevo tratado de libre comercio sólo porque a Trump no le gustaba el anterior y amenazó con dinamitarlo. Tuvo que redirigir a la Guardia Nacional a la contención de migrantes, porque de lo contrario Estados Unidos le aplicaría aranceles que dañarían la economía. Ahora tiene que enfrentar la deportación de más de 500,000 personas nacidas en nuestro país: Trump continúa esta semana en su cruzada por deportar a los famosos dreamers. Tampoco ha detenido su retórica de odio contra México: así como en 2015 dijo que enviábamos a violadores del otro lado de la frontera, ahora acusa que los brotes graves de COVID-19 provienen de acá, cuando se ha demostrado todo lo contrario: las masas de estadunidenses están cruzando a nuestro país, no las masas de mexicanos al suyo.
Pero la visita va. Porque si algo pasa con el presidente mexicano es que cuando los medios o la oposición le piden que no haga algo, se empecina y entra en un modo de doble o nada. Basta con que sienta que le pican la cresta para que tome una decisión desafortunada, se amarre a ella y nunca acepte que se equivocó. Es la historia de su gobierno hasta ahora.
Qué lejos tiempos aquellos en los que el presidente era candidato y decía que defendería al país de cada uno de los tuits de Trump, a cada uno de los migrantes de la xenofobia estadunidense. Hoy ese candidato se esfumó y lo que queda es un presidente que va a agradecer que la patada que le propinan no es tan dura como podría ser. Aún.
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