Por Esteban Illades
Decía alguien el otro día que en lugar de tomar protesta como presidente el 1 de diciembre, Andrés Manuel López Obrador presentaría su primer informe de gobierno. Y es que esta transición gubernamental, de las más largas a nivel mundial, ha sido eterna.
Ya en agosto –¡Agosto!– escribíamos de esto: Enrique Peña Nieto sigue siendo presidente, aunque no parezca. Durante los últimos tres meses ha sido invisible, y todo espacio se lo ha cedido a Andrés Manuel López Obrador, que tampoco ha tenido reparos en ocuparlo. El resultado es una especie de período petrificado, donde el actual presidente no termina de irse pero el futuro aún no puede entrar a gobernar, aunque en la práctica esté intentando hacerlo.
Esto ha resultado en eventos tan bochornosos como el de esta semana, en el que Javier Jiménez Espríu, quien será el secretario de Comunicaciones y Transportes en mes y medio, andaba charoleando en propiedad privada. Más allá de la prepotencia de Jiménez Espríu, quien no debería de comportarse así siendo secretario o siendo un ciudadano común y corriente, el asunto resulta ridículo en sí: está asumiendo funciones que aún no le corresponden porque nadie más las está detentando. Al gobierno actual se le dio orden de frenar todo y entregar las cosas en el estado en el que estén, y al entrante, en teoría, se le debería dar la orden de recibir la administración y esperar a cuando les toque para empezar a trabajar. (Obviamente no en todo, sino en lo que legalmente no pueden hacer hasta que asuman el poder.)
Pero eso generaría una parálisis total: durante seis meses no tendríamos gobierno de ninguno de los dos lados; para efectos prácticos la ventanilla estaría cerrada y háganle como puedan de aquí a diciembre. Sin embargo, la prisa del nuevo gobierno por empezar a mover las cosas también resulta contraproducente: en el caso de Jiménez Espríu dio pie a una prepotencia de alguien que ya se asume como algo que no es. En el caso del Consejo Nacional de Ciencia y Tecnología (CONACYT), la persona propuesta por López Obrador como nueva directora, María Elena Álvarez-Buylla, también andaba dictando órdenes al director actual, Enrique Cabrero, como si ella ya fuera la titular.
Por su parte, el presidente electo ha tenido diversos problemas relacionados por lo mismo –y con otros motivos, claro está, pero es innegable que tanto tiempo de transición ha afectado al gobierno entrante–. Para el gobierno que viene, el período de transición crea muchas oportunidades de gastar capital político sin recibir nada a cambio. Porque lo único que puede es decir, no hacer. Y al decir o levanta expectativas –lo cual conlleva otro tipo de problemas, como que sean muy altas– o las baja, como ya sucedió cuando AMLO dijo que era posible que no cumpliera todo lo que había prometido en campaña, pero que no sería su culpa.
Esto sucede cuando hay tiempo que llenar. Cuando, en parte gracias a que el gobierno actual está desaparecido, debe darse la impresión de que las cosas se mueven. Pero en parte también a las expectativas generadas y al enorme espacio entre elección y asunción del poder. Mientras más tiempo transcurra, más escucharemos este tipo de declaraciones para llenar el silencio.
En pocas palabras, un período de transición tan largo no es bueno para nadie. Ni para el gobierno entrante, que tiene mayores posibilidades de tropezarse antes de comenzar, ni para los habitantes del país, que están en la tensión total ante lo que pueda ocurrir o no porque mientras no entre el nuevo gobierno, todo lo que hay, en efecto, son palabras. Cuando entre en funciones podremos encontrar –o no–, motivos por los cuales preocuparnos, basados en cosas tangibles y hechos concretos.
Quizás el único beneficiado es el gobierno saliente, empezando por el presidente Peña Nieto. Con un AMLO ávido de acaparar el espacio, ni quien se acuerde de EPN, incluso al grado de que su popularidad puede rebotar un poco en este tiempo. Al olvidar que está ahí, la gente puede comenzar a olvidar, también, todo lo que hizo. A olvidarse de las casas blancas, de Ayotzinapa, de la corrupción, y sólo recordarlo por la única cosas chistosa, perdón, menos, cinco, que dijo a lo largo del último sexenio.
Sin contar, asimismo, que cuando nadie le pone atención a lo que sucede ahorita porque está muy preocupado por lo que podrá suceder mañana, el gobierno actual se puede caer a pedazos sin consecuencia alguna. O las mesas y las sillas pueden desaparecer porque estamos en el año de Hidalgo.
Menos mal que ésta será la última ocasión que tengamos una transición tan larga. A partir de 2024, el presidente entrará en funciones el 1 de octubre y no el 1 de diciembre. Igual será demasiado tiempo, pero por algún lado se tiene que empezar.
Por lo pronto, en esta transición todavía quedan 47 días que rellenar, por lo que si algo sobra son tiempo y oportunidades para seguir metiendo la pata.
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