Por Esteban Illades
Andrés Manuel López Obrador será presidente de México. Tres veces candidato, dos veces vencido y una vez presidente. AMLO ganó ayer, conforme a los pronósticos y conforme a las encuestas y lo hizo por mucho. Según el conteo rápido del INE, al momento de escribir estas líneas, rebasó el 50% de los votos obtenidos, algo no visto desde tiempos del priismo absoluto.
Sus rivales, Ricardo Anaya, José Antonio Meade y Jaime “El Bronco” Rodríguez ni sumados lo pudieron alcanzar. Es un triunfo apabullante para López Obrador y Morena, su partido. Pero, más que eso, es una derrota de los otros partidos: esta elección no fue en torno a lo que representa AMLO ni a sus promesas –hasta cierto punto–; es, y lo hemos dicho en reiteradas ocasiones en este espacio, un referendo sobre el fracaso político de los últimos tres sexenios.
Desde la alternancia fallida con Vicente Fox, pasando por la desastrosa guerra contra el narcotráfico de Felipe Calderón y terminando con el sexenio de la corrupción del gobierno actual, los mexicanos finalmente se hartaron. Buscaron a quien les prometiera algo distinto a lo que han visto durante décadas. Y con él se fueron.
No estaban dispuestos a saber más del sistema actual. Ni siquiera de Anaya, quien se presentaba como una alternativa incluso más radical que AMLO en ciertos temas –prometió, en más de una ocasión, encarcelar a Enrique Peña Nieto–. Porque, a fin de cuentas, sabían que esa opción era de dientes para afuera. Anaya representaba, si es que algo representaba, más de lo mismo para ellos.
AMLO no. Al menos en los dos discursos que le dio a los mexicanos tras su triunfo, les respondió con lo que querían escuchar. Trajo de vuelta “primero los pobres”, frase de 2006. Y le habló a los enojados; también a los que menos tienen. Le habló al México al que los políticos no le hablan. A lo que él conoce como, y llama, “el pueblo”. A los que hasta ayer, que tacharon su nombre en la boleta, no sabían que en verdad podían tener esa opción.
Pero con ese gran poder –o mandato, en este caso–, como decía el tío Ben a Peter Parker, viene una gran responsabilidad. AMLO carga desde hoy con una esperanza colectiva que parecía extinta. “No les voy a fallar”, repitió una y otra vez. Tendrá que hacerlo, pues mucha gente eso espera. Pero esa gente no es homogénea, aunque se sienta reflejada en él. Tiene que cumplir a muchos y tiene que hacerlo pronto. Tarea difícil cargar con tanta expectativa al lomo.
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Ayer fue un día extraño porque fue un día en el que todo funcionó como debía. Quizás esto es injusto con el Instituto Nacional Electoral, que organizó la elección más grande en la historia del país, y lo hizo con pocos contratiempos si se toma como referencia los días previos a la votación. En un contexto en el que decenas de candidatos han sido asesinados y miles han renunciado a sus encargos por poner, como debe ser, vida ante política, la jornada del domingo fue sorpresivamente tranquila. Salió como debía y eso, en un país como el nuestro, sobresale.
Lo mismo los tres candidatos perdedores. En México estamos acostumbrados a escuchar que nadie pierde. Que, aunque los números digan lo contrario, hay otros que sí dicen lo cierto. Que todos pueden gobernar y ser presidentes al mismo tiempo, aunque las reglas digan que es necesario que alguien pierda.
Esta vez no. En tiempo que parece récord, José Antonio Meade salió a aceptar, con dignidad, lo que sabía desde hace meses: que no iba a ser presidente de México. En un discurso corto, sobrio y relajado –quizás porque era el discurso con el que se liberaba de una responsabilidad a la que nunca se acopló– admitió la derrota y sirvió el pase para que Ricardo Anaya hiciera lo mismo. Ante tan aplastante resultado no quedaba de otra. Y ambos cumplieron. Cosa que se agradece en este momento tan importante. Raro es ver que nuestros políticos se comporten a la altura de las circunstancias.
Ayer será recordado, en ese sentido, como un momento de celebración. No por el triunfo de un candidato particular, por el cual claro que hay gente que merece y debe estar feliz (nada mejor que tener esperanza en una plataforma política y en un futuro por descubrir), sino porque el país en el que vivimos y que nosotros conformamos, nos demostró que sí tenemos los elementos para que las cosas salgan bien. Desde los votos hasta su conteo, desde los funcionarios de casilla que hicieron lo imposible por asegurar que todo ocurriera en paz, hasta las personas más detestadas por la sociedad, los políticos de carrera. Todos dieron una gran lección de civilidad, de humildad y de cooperación cuando las circunstancias así lo exigían.
Ayer hubo tres elecciones presidenciales. Una en la que el candidato de izquierda ganó por primera vez en la historia del México moderno. Otra en la que sus seguidores encontraron un motivo por el cual sentirse orgullosos: tienen a alguien, o la promesa de alguien, que va a estar ahí cuando lo necesiten. Y la última, una organizada por los mexicanos, en la que nuestra democracia, por más imperfecta que sea, creció a pasos agigantados. Hoy, salvo algunas excepciones, podemos hablar de México como un país en el que tenemos elecciones democráticas y libres.
Y celebrar eso en pleno 2018 no es poca cosa.