Por Esteban Illades
20 días le quedan a 2017, año que, sin duda, reveló que las cosas siempre se pueden poner peor. Las pesadillas se cumplieron en México y en el mundo. Quien pedía esquina en 2016 no tenía idea de lo que le esperaba después.
2017 fue el año en que Donald Trump asumió la presidencia de Estados Unidos. La exestrella de reality que hizo de la xenofobia su plataforma electoral llegó a la Casa Blanca este año. Y, aunque lleva más de 300 días sin detonar una guerra nuclear, sí ha desestabilizado al mundo. No hay que ir más lejos que la semana pasada, cuando anunció que Estados Unidos reconocería a Jerusalén como la capital de Israel, y mudaría la embajada en Tel Aviv en los próximos tres años.
Jerusalén, tierra sagrada para tres de las principales religiones mundiales, es un punto de conflicto milenario. Aunque la tranquilidad nunca ha reinado ahí, las cosas llevaban meses de relativa estabilidad hasta que el gobierno estadounidense decidió prender un cerillo junto al polvorín sólo para ver qué sucedía.
Ésa es sólo una de tantas. Este año, Trump también prohibió la entrada a ciudadanos de diversos países de Medio Oriente, le reveló información clasificada al gobierno ruso sin querer, le dijo “gordo” al dictador norcoreano en medio de una crisis nuclear… y apenas va una cuarta parte de su presidencia.
Lo peor de todo es algo que reveló The New York Times hace unos días: a Trump le gusta tanto verse en la televisión que si pasan horas sin que sea mencionado en los canales noticiosos, hará algo para que vuelvan a hablar de él. El líder del mundo occidental tiene como principal y única motivación salir en la tele. Dadas las circunstancias, es un alivio que la Tierra no haya explotado este año.
En México el año fue igual de rudo. A principios de 2017, el presidente Peña, envuelto en ese escándalo de corrupción llamado presidencia, llegó al índice de aprobación más bajo desde que hay encuestas en nuestro país: alrededor del 10%. Nunca un presidente había estado tan cerca de un porcentaje de un solo dígito en popularidad.
Y ese porcentaje se ganó a pulso: Javier Duarte, gobernador de Veracruz, se fugó bajo sus narices, un día después de haber dicho que no lo haría. Roberto Borge, gobernador de Quintana Roo, se escondió –y es un decir– en hoteles lujosos alrededor del mundo en lo que la Procuraduría General de la República decidía encontrarlo. Ambos fueron solapados por años por la presidencia, que se volteó mientras desviaban miles de millones de pesos, en algunos casos de los recursos destinados a la población más pobre. 2017 fue el año en el que se comprobó qué tanto puede pudrir un gobierno a su país.
El dinero desapareció por años. Ya para cuando encontraron a Duarte, hospedado en un hotel de Guatemala, el daño estaba hecho. El exgobernador sonreía al momento de ser capturado, como si no hubiera nada de qué temer. Su esposa pudo tomar, con toda tranquilidad, un vuelo a Europa, donde hoy vive sin preocupación alguna. Hoy sólo se ha recuperado una fracción.
No es como que Borge y Duarte fueran los únicos problemas del país. A la par, Puebla ardía porque la situación económica, junto con el nulo control del Estado en materia de seguridad, permitió que el huachicol, o combustible robado, se convirtiera en la actividad más lucrativa de gran parte de la entidad.
También en Puebla, Mara Castilla, una estudiante universitaria, fue violada y asesinada por pensar que un transporte que se promocionaba como seguro en verdad lo era. Murió porque en nuestro país la violencia es impune. Murió sólo por ser mujer.
De los periodistas ni se diga. Hoy las autoridades siguen sin decir por qué o quiénes fueron los responsables de los homicidios de Miroslava Breach o Javier Valdez. Aquellos que sobrevivieron, los que siguen en su oficio, ésos tampoco se salvaron: fueron espiados por el propio gobierno, cuyo deber es protegerlos. Por el gobierno. Tampoco pasó nada.
Esto ocurrió dentro de un mar de sangre que rompió todo tipo de registro. 2017 fue, por mucho, el año más violento desde que inició el conflicto armado en 2006. Y no fue el último: 2018 podría ser peor. Este año la violencia escaló por todos lados, hasta en la Ciudad de México. Nunca se había visto algo así en tiempos modernos. Pero los políticos nunca estuvieron preocupados, ya que ellos sólo pensaban en el proceso electoral que arrancó a final de año. Cuando movieron un dedo fue para empeorar las cosas: su solución fue militarizar aún más el país.
2017 fue el año en que la cañería de corrupción se destapó todavía más, al grado de costar vidas. Fue el año en el que el así llamado “Paso Express” se colapsó a días de ser inaugurado a un sobrecosto del 100% y mató a dos personas, porque la compañía constructora hizo –a sabiendas– un pésimo trabajo, y porque la Secretaría de Comunicaciones y Transportes se lo permitió. Fue el año en el que vimos que la corrupción mata pero llena bolsillos, y para muchos lo más importante es lo segundo, así sea a expensas de lo primero.
En 2017 cayeron héroes. Rafael “Rafa” Márquez, capitán de la selección durante dos décadas, fue señalado por el gobierno de Estados Unidos por tener vínculos con el narcotráfico. El líder moral del Tri, inspiración de chicos y grandes, fue acusado de ser parte de aquello que tanto ha dañado a México. A más de uno partió el corazón.
Pero por lo que más se recordará a 2017 fue por el par de temblores de septiembre, en los que murieron centenares de personas y regiones enteras quedaron devastadas. En ese momento, el peor, fue cuando ocurrieron dos cosas: la primera, los mexicanos se dieron cuenta del desamparo en el que estaban, pues nadie los iba a ayudar.
En la Ciudad de México el gobierno de Miguel Ángel Mancera no pudo ni entregar lo más mínimo; ni siquiera pudo cuidar a sus ciudadanos. Por eso esta Navidad habrá gente acampando en la calle, porque ante el desastre se hizo el vacío de poder. Por eso hay personas que no tienen nada, porque sus edificios se colapsaron, y encima de eso la policía permitió que ladrones se quedaran con lo que había adentro. Estado y gobierno les fallaron en el momento que más se necesitaba.
En Oaxaca también se prometió ayuda, y mucha, pero el dinero para reconstruir se esfumó. Las tarjetas de débito donde estaba guardado se clonaron una y otra vez. Alguien tuvo la suficiente mezquindad, y la suficiente fe –justificada– en que el sistema no funciona, como para robarle a quien más necesitaba ayuda. Alguien así existe en este país.
Pero algo bueno sucedió dentro de todo. La segunda cosa que aprendieron los mexicanos fue esperanzadora. 2017 fue el año en el que la sociedad se dio cuenta de que el gobierno y los políticos son inservibles, pero que todavía hay con quién contar: con el otro. Con quien, en el peor de los momentos, ayudó sin esperar algo a cambio.
2017 fue el año en el que, a pesar del horror, nos tendimos la mano cuando más se necesitaba.
No lo olvidemos.
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