Por José Ignacio Lanzagorta García

En 1942, el célebre historiador del arte Manuel Toussaint y un grupo de estudiantes de la facultad de arquitectura de la UNAM prepararon un bello libro de ilustraciones, fotografías y descripciones sobre Pátzcuaro. Había un gran interés por estudiar esta población michoacana, pues su lago comenzaba a recibir un torrente turístico importante y se corría el riesgo de que, con la llegada de nuevos vecinos, se destruyera su sencillísima pero armoniosa arquitectura ribereña. Muchísimas décadas antes de la llegada de los “centros históricos” y de los “pueblos mágicos”, Toussaint escribe un apartado en el libro en el que habla de la importancia de contar con leyes que conserven el aspecto entero de la ciudad. De lo contrario, “llegará el día en que iremos al lago de Pátzcuaro a disfrutar de su belleza incomparable, pero no creeremos necesario subir a la población porque ha perdido su carácter”, cierra.

Toussaint escribía en un tiempo en el que Pátzcuaro era una suerte de “corazón espiritual” del país en la propaganda de la cultura mexicana que ahora llega al cine estadounidense con Coco. El México bucólico, más campesino que indígena, más popular que católico, más autoproclamado sincrético que impuesto. En esa cultura nacional del régimen priista del siglo XX, el Día de Muertos era una fiesta central y Pátzcuaro su apoteósica representación. Junto con Taxco, el Old Acapulco y más, la zona se convirtió en uno de los focos turísticos más importantes que el estado proyectaría al mundo. Las postales de los pescadores del lago de Pátzcuaro con sus enormes redes alrededor de la isla de Janitzio con la entonces flamante escultura colosal de Morelos lo convirtieron en una visita obligada.

Foto: Shutterstock

Setenta y cinco años después tomé una lancha en el embarcadero de Pátzcuaro rumbo a Janitzio. Crecí escuchando que “ya no es lo que era”, que el lago está sucio, que Janitzio no tiene nada de pintoresco, que fuera a otros sitios. Tan pronto dije que tenía planes de ir: lo mismo. Al tuitear una imagen del trayecto en la lancha recibí un mensaje de quien me decía: “mejor no hubieras ido”. Pero ahí estábamos docenas y docenas y docenas de personas yendo y viniendo entre Janitzio y Pátzcuaro en plena vacación invernal.

Es cierto que había una extraña tristeza en la visita. Las aguas no lucían limpias. Al acercarnos a Janitzio, un grupo de ocho pescadores entusiasmaron a todos los turistas: pronto descubrimos que no estaban pescando, sino posando para nuestras fotos para las que agradecen una propina voluntaria. Fuera de ellos ningún otro pescador a la vista. Los que vimos no son “auténticos”. La isla, ciertamente, es un monótono centro comercial de esos brebajes que llaman micheladas y de las mismas baratijas coloridas de siempre con imágenes religiosas, chistes machistas, eslóganes turísticos y las auténticas artesanías que para bien y para mal se unieron a tal estatus. Hay tantos charales fritos en Janitzio que uno comienza a preguntarse si realmente provienen de ese lago.

Y entre la mercancía a la venta se repite una y otra vez la misma pintura sobre el Janitzio que no vimos: una exuberante isla verde con flores y con algunas casas blancas con tejados, las aguas del lago azul cristalino y pescadores con redes de mariposa por doquier. Janitzio entero vive de la fantasía de lo que no es. “No vayan”, dicen algunos. Y, sin embargo, ahí estamos por miles y, en Día de Muertos, no quiero ni saber. Supongo que sus habitantes viven en una extraña ambigüedad entre sí querer saber y tampoco.

Foto: Shutterstock

Entré al templo de San Francisco de Asís en la isla. A diferencia de los callejones que forman ese continuo de tiendas de souvenirs y el mirador en la cima, estaba casi vacío. Había un par de mujeres orando. La iglesia tenía una rebosante decoración navideña que lo hacía lucir muy vivo y las bancas estaban acomodadas en los costados del templo, como se acostumbra en algunas comunidades rurales del país, especialmente en algunos pueblos originarios. Entre el templo y la cancha de basket que, al parecer funciona también como auditorio, cierto alivio me dio encontrar que los habitantes de Janitzio tendrían al menos un par de refugios para escapar de turistas borrachos deseosos de encontrar exotismos y alguna “autenticidad” que no es la que la pueblo realmente ofrece.

El sueño de Toussaint ha tenido un desenlace extraño. Para él, el lago era eterno y el entorno urbano patzcuarense estaba en riesgo. Este último, al menos en su núcleo original, mal que bien y no sin zozobra, se protege bajo varias figuras y ordenamientos, y ahora como “pueblo mágico”. Pero la belleza natural del lago ha perdido, desde hace mucho, reputación aunque no afluencia. Para su isla principal fue la fama en pleno siglo del turismo la que rebasó su capacidad de no hacer otra cosa que recibir visitas que no la dejan en paz ni para honrar a sus muertos. Y aun así, ahí estamos. Seguimos yendo al lago y seguimos yendo a la ciudad. Todo se sigue pareciendo a lo que se debería parecer. Todos jugamos el papel que nos toca para repetir una puesta en escena, incluso aunque en algunas partes de la obra tengamos que fingir que vemos un escenario que no está.

A pesar de la tentación que muchos tendrían de responder apresuradamente, la respuesta a la pregunta si el Pátzcuaro que Toussaint quería conservar para el turismo era mejor o peor para los patzcuarenses no creo que sea tan sencilla. En todo caso, toca preguntarnos ahora sobre los términos y formas en que esto sea lo mejor para ellos… y para todos. Sigue siendo un tesoro lo que tienen.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

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