Por Miguel Cane
El lanzamiento en la plataforma digital Hulu de la serie de TV de diez capítulos basada en la hoy clásica novela de la canadiense Margaret Atwood The Handmaid’s Tale —editada en español como El cuento de la criada o El cuento de la doncella— con Elisabeth Moss (la formidable Peggy Olson de Mad Men y actual reina del cinema indie estadounidense) abre una interesante discusión: ¿qué tan lejana está de la realidad la temática de la serie?
Publicada en 1985 —y llevada al cine en 1990 por el alemán Volker Schöndroff (El tambor de hojalata) con un guión de Harold Pinter, y protagonizada por la espléndida Natasha Richardson, flanqueada por Robert Duvall y Faye Dunaway —, la novela de Atwood surgió inspirada por dos hechos que captaron su atención: 1) la total desaparición de los derechos de la mujer en Irán después de la Revolución Islámica en 1980 y 2) el surgimiento de patrones antifeministas en el pensamiento y comportamiento que vio en los Estados Unidos como respuesta a la segunda ola del movimiento de liberación femenina, más o menos en la misma época. Siguiendo la pauta de George Orwell —de hecho, muchos críticos han señalado a la novela como la contraparte femenina de 1984 y no les falta razón —, Atwood describe una realidad distópica, en la que no hay avances tecnológicos invasivos, sino que predomina un retorno a los valores puritánicos, que son un escudo que cubre una red de intriga y corrupción políticas. Al centrar su trama en la lucha por sobrevivir de mujeres que han sido capturadas y sometidas sólo por el hecho de ser fértiles en un mundo cada vez más estéril, le da un aspecto femenino a su narrativa, algo que la distingue entre otras del género.
No obstante se considere a The Handmaid’s Tale una distopía feminista (su autora señala que es una historia sobre toda la humanidad), esto no significa que los hombres no puedan apreciar lo que expone; sin embargo, son las mujeres quienes experimentan la vida cotidiana en una sociedad patriarcal, las que mejor entienden su significado y sienten su verdad. En la superficie, es una novela perturbadora sobre la vida de las mujeres en un futuro en el que un gobierno, totalitario y ultrafundamentalista, ha implementado un sistema social opresivo. En la nueva “República de Gilead”, situada en lo que antes eran los Estados Unidos, algunas mujeres se convierten en esclavas literalmente –las “doncellas”–, cuyo único propósito es tener hijos para parejas infértiles. De este modo, se les obliga a renunciar a sus nombres verdaderos y reciben otros, que las describen en relación con los hombres (por ejemplo, la protagonista se convierte en Offred, o bien “De Fred”).
A nivel temático, la serie trata acerca de la dinámica del poder y la colaboración para acceder a él por todos los métodos posibles, incluyendo la traición de género: los dictadores de Gilead son capaces de someter a la mitad de la población con el apoyo y la colaboración de muchas mujeres, que hacen cumplir rígidamente el mismo sistema que las oprime. Al mismo tiempo, estos hombres y mujeres “piadosos” carecen de compromiso total con sus propios ideales e, hipócritamente, muestran una relación flexible con sus principios.
A pesar de que la serie se empezó a producir mucho antes de las elecciones celebradas en noviembre pasado, en función del ambiente político que hoy prevalece en Estados Unidos, su emisión ahora parece una oportuna llamada de atención para las mujeres (y los hombres que apoyan el feminismo), aunque Atwood señala que su intención nunca fue predecir el futuro ya que tal cosa “realmente es imposible”. Pero algo hay en la novela y la serie que se refleja en la realidad de nuestros titulares: después de todo, en la mayoría de las imágenes de la firma de nuevas leyes relativas a la reforma (para mal) de los programas de salud y el aborto de las mujeres, lo que vemos es sólo una habitación llena de hombres blancos y privilegiados que ríen y se dan palmadas en la espalda.
No hay mujeres presentes, que puedan tener una voz o un voto en su propio futuro. El epítome de esta “mujer objeto” es la actitud del diputado Justin Humphrey de Oklahoma, que propuso que una mujer debería obtener el permiso por escrito de su pareja antes de buscar un aborto. En la visión de Humphrey, las mujeres son objetos cuyos derechos son secundarios a los de los demás, lo que se refleja, coincidental pero oportunamente, en el primer episodio de la serie.
Ésta abre con una pareja interracial y su hija pequeña que buscan huir por carretera hasta la frontera canadiense a través de Maine, perseguidos por la policía. Las caras de los adultos son tensas y ansiosas, temen por sus vidas. El coche se sale de la carretera y la mujer, que con el tiempo vamos a conocer como “Offred” (Elisabeth Moss), y su hija huyen en una dirección mientras su marido se queda atrás para retrasar a sus perseguidores. Unos segundos más tarde se efectúan disparos y los ojos de Offred muestran que sabe que es ahora viuda, esto justo antes de ser capturadas por sus perseguidores, aunque en ese momento nos damos cuenta de una anomalía: éstos no son hombres uniformados. Están fuertemente armados y con pasamontañas. ¿Dónde está la policía? ¿Quiénes son estos hombres?
Abrir la serie con este momento, filmado con maestría por la directora Reed Morano, es un acierto: sienta el precedente de una atmósfera inquietante, que luego cede el paso a un momento bellamente creado como una pintura de Rembrandt, en el que una mujer —la misma Offred— se sienta delante de una ventana, enmarcada por una brillante luz cálida que fluye en amarillo. Su cabello rubio está cubierto por una cofia blanca y lleva puesto un vestido de color rojo. Es una imagen icónica, pero que también registra inmediatamente como algo siniestro. Su voz entona lo siguiente:
Silla. Tabla. Una lámpara. Una ventana con cortinas blancas. El vidrio es irrompible, pero no tienen miedo de que huya; una esclava no lo intentaría por la ventana. Lo que temen son otras vías de escape: un cable, o un cuchillo o un candelabro.
La novela es un relato en primera persona tan íntimo que, si bien presenta un mundo distópico en escalofriante detalle, a veces nos olvidamos de que es la experiencia de una sola doncella en la República de Gilead. Su adaptación para la televisión, sin embargo, se permite abrir más el espectro narrativo y juega con distintos planos narrativos: la narración de Offred, en su propia voz, enmarca y amplía todos los aspectos del mundo en el que vive, pero también vemos la aparición de otros personajes que abren subtramas con impecables actuaciones: Joseph Fiennes como el Comandante Fred Waterford, que es uno de los líderes de Gilead, o a una extraordinaria —¡y sorprendente!— Alexis Bledel, la otrora célebre Rory Gilmore como Ofglen, otra doncella, que fue abruptamente separada de su esposa (sí, así lo dice claramente) y sus hijos, para ser parte de esta nueva casta, aunque ella parece saber algo que Offred todavía ignora, al respecto de un movimiento de resistencia infiltrado en las más altas esferas de la dictadura, y es parte del suspenso que invita a sintonizar el siguiente episodio y seguir la trama con avidez, y ver más de las actuaciones de un elenco dirigido de manera magistral.
El guionista Bruce Miller y el resto del equipo de producción hacen una adaptación excepcionalmente fiel y, a un mismo tiempo, le dan la profundidad que el medio puede proporcionarle; las ideas originales de Atwood se mezclan con un subtexto que se siente tan dolorosamente cercano que parece arrancado de la realidad.
Lo más inteligente que los showrunners han hecho en la adaptación de esta historia es brindar a cada una de las mujeres que componen la historia — desde la protagonista hasta las “tías”, encargadas de “reeducar” brutalmente a las futuras “doncellas” —, una voz propia. The Handmaid’s Tale es, probablemente, una de las series más políticamente provocativas e inquietantes en esta nueva edad de oro de la TV — la otra sin duda es Dear White People, de Netflix, donde House of Cards ya huele a viejo— y el que una de las mejores novelas de la literatura post-feminista haya llegado a esta adaptación tan notable sin duda es motivo para celebrar. Esta serie no sólo está pensada para un público femenino: todos los hombres deberían verla también, ver (y verse) en ese espejo distorsionado, una posible profecía de lo que podría suceder en cualquier momento —más con el clima político en EEUU, tal como está—: un sueño angustioso tan parecido a la vida real.
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Miguel Cane es narrador, periodista cinematográfico, crítico y dramaturgo –desde hace 20 años vive de escribir y no se explica todavía cómo le hace. Es autor de las novelas Todas las fiestas de mañana y Corazón caníbal y las obras Somos eternos, Laura Dieste y Almas perdidas. También del inclasificable Pequeño Diccionario de Cinema para Mitómanos Amateurs. Tiene un gato llamado Llewyn y su película favorita es El bebé de Rosemary (Polanski, 1968).
Twitter: @aliascane