Por José Ignacio Lanzagorta García

¿Para qué le ha servido al Gobierno Federal gastar tanto en publicidad oficial? ¿Cómo serían hoy las cosas si ese gasto hubiera sido significativamente menor? Este mes, Fundar liberó un reporte que da cuenta del voluminoso gasto que esta administración ha destinado a Televisa, TV Azteca, al diario El Universal y otros. Según el reporte, sólo 10 proveedores se han llevado la mitad de los 36 mil millones de pesos que en cuatro años ha gastado el gobierno en publicidad oficial. Mientras que desde 2015 el gobierno anuncia recortes en tantas áreas, el gasto en publicidad ha mantenido un sobreejercicio de más del 70% de lo presupuestado.

Los spots del Presidente, de las dependencias, los publirreportajes disfrazados de reportajes en los noticieros titulares, las entrevistas complacientes, tuits promocionados, inserciones pagadas, los boletines impresos sin más que son publicados como notas… Todo eso nos ha costado cuatro veces más que un año del programa de becas de posgrado del Conacyt. Gastamos más en ver la cobertura de otro acartonado e irrelevante evento presidencial donde seguramente alguna pifia tendrá cuando la vida le exija no pronunciar las palabras que tenía preparadas, que en los programas de productividad del campo. “Por eso estamos como estamos”, decimos, pero, ¿y cómo es que estamos?

A simple vista parecería el gasto más ineficiente de la historia. Los niveles de aprobación de esta administración están en el piso. Si se trataba de que nos entusiasmara que se cuente “lo bueno que cuenta mucho”, fracasaron épicamente. El gasto en publicidad sube y sube… la aprobación baja y baja. La publicidad oficial no conseguiría ser otra cosa que una fuga masiva de presupuesto y hay medios enteros, alguna vez prestigiosos, que se convirtieron en huachicoleros del presupuesto.

Falta preguntarse cómo serían las cosas si la publicidad oficial estuviera regulada. Si por lo menos una de las dos televisoras -perdón, “tres”- sirviera como contrapeso de las otras con investigación, crítica y denuncia. Si El Universal añadiera una triangulación de fuentes para verificar su retahíla de boletines diarios. Si en vez de jugar el papel de defensores, tantos comentaristas, editorialistas y presentadores de noticias jugaran el papel de… periodistas. Si, en vez de ignorarlas, las casas editoriales retomaran las -pocas- grandes historias que surgen de equipos independientes de investigación periodística para abordar sus propios ángulos, si compitieran para “robarse” la nota. Si, con tal de conseguir un buen lugar en la ordeña de ductos presupuestales, los periódicos menos favorecidos por el gasto oficial no se desvivieran en complacencias al gobierno, en bajar notas incómodas, en hostigar a sus columnistas críticos.  Si en vez de haber sido despedidos, Carmen Aristegui y su equipo hubieran recibido todos los estímulos para fortalecer y ampliar esa labor. Si parte de ese gasto se destinara a que México deje de ser finalmente uno de los países más peligrosos para ser periodista. Para que dejen de matarlos.

En una de ésas, el gasto en publicidad oficial de esta administración ha sido más bien consistente y eficiente. Probablemente ha sido una de las piedras angulares, uno de los ingredientes indispensables, para sostener este aparato de corrupción. Y, como buena corrupción, es con cargo al erario. Es decir, hemos pagado impuestos para que el gobierno tenga con qué paralizar el periodismo. Tal vez es a través de los silencios, las omisiones y la instrumentada depresión tan abismal del trabajo periodístico que se explica parte de esa falta de consecuencias cuando se desvela el siguiente escándalo de corrupción.

A los conflictos de interés con o sin inmobiliarias, a las negligencias con o sin socavón, a la red de espionaje, a los abusos de autoridad y violaciones de derechos humanos, a las ejecuciones extrajudiciales, Animal Político y Mexicanos Contra la Corrupción y la Impunidad dieron a conocer esta semana su investigación sobre el fraude de más de 7,600 millones de pesos orquestado por varias dependencias del gobierno federal y algunas universidades públicas. “Nadie retoma la nota”, dicen en las redes sociales. No hemos visto esta historia en los otros periódicos, salvo en algunos pocos como nota interior. No hemos visto mención a esto en la televisión. Por menos que eso hicimos de Javier Duarte un demonio al que hoy vemos en notas sobre si se comió su sopita de verduras o no. Todo ha quedado, de momento, en esa tuitósfera que a veces logra articular una reacción que la trascienda… a veces no.

Además del muro en sí mismo, lo más chocante es cuando Trump dice que los mexicanos pagaremos por él. Bueno, el Gobierno Federal ha construido un muro de silencio para salvaguardar su corrupción de la investigación, el escándalo, la exposición, la reacción… y, a través del gasto oficial, los mexicanos hemos pagado por él.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

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