“Los indígenas mexicanos sufren mayores desigualdades que cualquier otro grupo; su acceso a la salud, a la educación, la seguridad social, el alojamiento y otros servicios es muy limitado” señalaba el informe del Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo en el 2010.

Desde aquél año y hasta ahora, el Gobierno Federal parece no haber mejorado ninguna de estas situaciones en el contexto indígena, y es por eso que este martes será llamado a responder ante las Naciones Unidas por la violación de los derechos de los indígenas.

En dicha reunión el Comité solicitará a México un reporte de “las especificidades económicas, culturales, sociales y geográficas de los pueblos indígenas en los marcos normativo federal y estatal, así como el diseño y aplicación de políticas públicas incluyendo salud, educación y vivienda”.

Además de estos tres puntos básicos –de los que en México no sólo los indígenas carecen– Amnistía ha planteado también la importante problemática judicial y jurídica a la que los indígenas se enfrentan. Una población claramente segregada, es obligada a someterse a los procesos judiciales que la constitución dicta sin comprenderlos y sobre todo, sin contar con la asistencia adecuada. Es por eso que los indígenas, en su mayoría, no son defendidos adecuadamente contra cargos criminales.

Sin duda es muy interesante darse cuenta de que la perspectiva mundial con respecto al trato de las culturas indígenas no es tan indiferente como se cree. Cualquiera que haya viajado a Chiapas, o a Oaxaca, o a Morelos o a la sierra Tarahumara, o a la Sierra Madre Oriental, podrá darse cuenta de las carencias y la lucha constante de las comunidades por mantener su autonomía, por tener alimentos, por la resolución de injusticias, por el respeto a la naturaleza.

En el zócalo de Oaxaca, en las puertas del Palacio Municipal se extiende un campamento Triqui. Los turistas, con su español maltrecho y su aire liviano se topan –mientras se toman un helado– con un tendido de fotografías ensangrentadas y pancartas de protesta. Las mujeres con su bello huipil venden postales de lucha, con ayuda de algunos, pintan carteles que exigen la cancelación de su desplazamiento, pintan cruces negras por la muerte de los suyos –por Bety Cariño y Jiri Jaakkola–, luchan día a día contra quedarse en silencio, aún cuando su lenguaje no les permite comunicarse con la agilidad necesaria con el resto de los mexicanos. Uno las ve beber agua en cubetas, comer de vez en cuando, dormir en el frío bajo lonas de plástico.

Los triquis se vieron en la necesidad de huir de sus comunidades ante la violencia de grupos paramilitares. Oaxaca es el estado que cuenta con el mayor número de indígenas, y también con el mayor número de desplazados: casi 3 mil indígenas en los últimos 4 años han tenido que dejar San Juan Copala huyendo de la violencia. El pasado 26 de enero, la comunidad intentó regresar a su tierra, pero no se encontró con las medidas de seguridad necesarias para garantizar su seguridad y volvió a la protesta.

En Chiapas, los problemas de desplazados también abundan, seguramente recordarán, por ejemplo, el escándalo que en agosto del año pasado se desató, luego de que el gobierno canadiense descubriera los tratos entre el Alcalde de Chicomuselo, Chiapas, –Julio César Velásquez Calderón– quien recibía sobornos de la empresa minera canadiense BlackFire a cambio de no proceder ninguna de las demandas de los ejidatarios y pobladores.

Es dificil también olvidar el asesinato de José Trinidad de la Cruz Crisóforo, “Don Trino”, activista del Movimiento por la Paz y líder e la lucha nahua por la protección de sus tierras y su autonomía; o la hambruna del pueblo tarahumara o la lucha del pueblo wixarrica –o huichol– para defender Wirikuta de las mineras que prometen explotar la tierra que en su cosmogonía es el origen del universo; o el caso de Jacinta Francisco, Alberta Alcántara, y Teresa González, otomíes acusadas “falsamente” del secuestro de seis policías federales. Casos que comprueban las demandas de la ONU contra el gobierno mexicano abundan, pero a veces, la posibilidad del olvido se presenta pese a la injusticia y la masacre.

Parece mentira que hayan pasado 16 años desde que se firmaron en San Andrés Larráinzar, Chiapas los acuerdos entre el gobierno y el ejército Zapatista sobre los Derechos de las culturas indígenas. En dichos acuerdos el Gobierno Federal se comprometió a promover el reconocimiento, como garantía constitucional, del derecho a la libre determinación de los pueblos indígenas; a construir, con los diferentes sectores de la sociedad y en un nuevo federalismo, un nuevo pacto social que modifique de raíz las relaciones sociales, políticas, económicas y culturales con los pueblos indígenas; a erradicar la subordinación, desigualdad y discriminación, de los mismos; a respetar su derecho a la diferencia cultural, a su hábitat: uso y disfrute del territorio, su derecho a la autogestión política comunitaria, al desarrollo de su cultura; derecho a sus sistemas de producción tradicionales; derecho a la gestión y ejecución de sus propios proyectos de desarrollo.

16 años después, un recuento superficial de los casos que habitaron el 2011, nos dice que nada de esto se ha cumplido. ¿Qué creen que dirá mañana el gobierno mexicano al respecto? ¿Aceptará tal vez su ineptitud y su abuso al respecto? ¿Qué podemos hacer nosotros al respecto?

No hace falta recordarlo, pero lo haremos, la diversidad étnica y cultural de México constituye el país que somos, y tal parece que este gobierno intenta tirar nuestra pirámide piedra por piedra hasta dejarnos hechos escombros.

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