Por Diego Castañeda
En el último reporte elaborado por la Organización Económica para la Cooperación y el Desarrollo (OCDE) sobre movilidad social en México, “Un ascensor social roto” —que se presentó recientemente en nuestro país— se dan a conocer unas cifras escalofriantes: en los países más igualitarios de la OCDE, Dinamarca y Suecia, una familia de la parte más baja de la distribución del ingreso le toma en promedio 60 años moverse hacia la parte media de la distribución (un par de generaciones aproximadamente); en México, para que una familia del fondo de la distribución logre esto tomaría según el documento unos 300 años.
Las conclusiones del documento de la OCDE son bastante obvias, pero no por eso menos importantes. México es un país sin movilidad social. Confirma, además, lo que otros estudios del mismo tipo —como los que realiza el Centro de Estudios Espinosa Yglesias— han mostrado durante los últimos años, la fuerte desigualdad de oportunidades, de ingreso y de riqueza en México están conectadas en un ciclo vicioso en el que se alimentan entre sí, mayor desigualdad de ingresos y de riqueza se vuelve mayor desigualdad de oportunidades y ésta, a su vez, se vuelve en nuevas fuentes de desigualdad.
México es un país que encaja casi de forma perfecta en la famosa curva del gran Gatsby, que los países con mayor desigualdad de ingreso también son los que tienen menor movilidad social. De acuerdo al reporte, algunas de las fuentes principales de tan baja movilidad son la baja tasa de participación laboral femenina en el mercado laboral, la baja productividad del empleo, sobre todo por la informalidad, y una muy marcada desigualdad regional.
Todo lo anterior es cierto, no obstante, una parte un tanto ignorada por la OCDE en su reporte es que en buena medida el nivel de desigualdad que tolera una sociedad es una decisión política, que es una decisión sobre niveles impositivos, sobre servicios públicos y sobre una vida pública más sana.
En México el combate a la desigualdad debe pensarse no sólo en la forma tradicional (como política fiscal a través del gasto y la recaudación, de mejores servicios públicos y redistribución). Existe espacio para ello, e incluso algunas ganancias en términos de igualdad se pueden obtener, pero es tiempo de que pensemos el asunto en términos de predistribución, ¿como podemos hacer para que los resultados del mismo mercado sigan una distribución más equitativa?
No es claro aún qué podríamos hacer. Se me ocurren, sin embargo, un par de cosas. Primero, fomentar la recuperación salarial, por ejemplo, a través de la búsqueda de mayores derechos laborales entre los trabajadores para que tengan capacidad de negociación, adoptar medidas como la participación de los trabajadores en las juntas de gobierno de empresas como ocurre en el modelo alemán y pensar en “salarios mínimos” o al menos un salario mínimo general más alto. Una segunda idea es una muy sencilla y múltiples veces recomendada por todo mundo: impulsar a que la inversión tanto pública como privada aumenten. Sin mayor crecimiento económico, casi cualquier discusión sobre disminuir la desigualdad es inútil, pues un requisito indispensable para que la pobreza y la desigualdad disminuyan es mejores y más empleos, y eso sólo puede ocurrir si crecemos más.
La nueva administración en México tendrá una oportunidad histórica para intentar disminuir la desigualdad del país con nuevos instrumentos y con una perspectiva diferente, México tiene que volver a ser un país donde los elevadores sociales funcionan, no puede seguir siendo el campeón mundial en estancamiento.
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Diego Castañeda es economista por la University of London.
Twitter: @diegocastaneda