Por Esteban Illades
En estos días se ha llevado a cabo el juego favorito de periodistas y priistas: el ritual del destape del próximo candidato presidencial del Partido Revolucionario Institucional. Las portadas de los diarios ponen a ocho columnas las declaraciones del presidente; así como en su momento Carlos Salinas dijo “No se hagan bolas”, ahora Enrique Peña Nieto dice sonriente que “No se despisten”.
Los columnistas hablan diario con fuentes anónimas que les dan sugerencias o señales que a ellos les parecen clave: que si el secretario favorito se sentó a la derecha, que si el verdadero candidato fue el otro porque hubo más matracas. Que si todo se trata de una jugada maestra que nadie previó porque en realidad el presidente es más sabio que todos.
El dedazo y el tapado son esas dos palabras que existen desde hace décadas y que describen a la perfección cómo funcionó la así llamada democracia mexicana del siglo XX: en tiempos en los que no había oposición alguna al PRI, en nuestro país se daba una versión del absolutismo europeo posterior al Medioevo, importaban desde los gestos del presidente porque ellos daban dirección de quién gobernaría el país durante los siguientes seis años. Entiéndase: el dedazo decidía el futuro.
Pero con la transición parcial del 2000, en la que Vicente Fox se hizo del poder después de 71 años ininterrumpidos del PRI, el dedazo cayó en desuso. En gran parte porque Ernesto Zedillo –producto de las circunstancias, no de la decisión de Carlos Salinas– así lo decidió. Zedillo dejó que el PRI eligiera por sí mismo al candidato, y por eso Francisco Labastida fue quien compitió contra Fox.
Terminado el sexenio de Fox, el PRI parecía en caída libre, al grado de que Roberto Madrazo fue el nombre en la boleta. Como no había presidente todopoderoso y Madrazo era quien tenía el control del partido, quedarse con la candidatura se le hizo tan fácil como correr un maratón. Sin nadie que le pusiera el pie –para como estaban las cosas, Elba Esther Gordillo era la oposición en el partido– el PRI recibió la peor paliza de su historia.
Todo eso cambió con Enrique Peña Nieto. Producto de la tradición priista más añeja –o más bien rancia–, el entonces gobernador del Estado de México llegó arropado por el Grupo Atlacomulco. Las formas del partido se restablecieron. Peña tenía el apoyo del contingente jurásico del partido, y se volvió el aspirante inevitable. Repitió los gestos de antaño que otra vez son comunes, el saludo a dos manos, el abrazo a distancia, el chaleco rojo. El viejo PRI regresó a Los Pinos. Y con él la peor expresión de la política mexicana, al grado de que Troya arde y en los círculos más influyentes de la política y la prensa de lo único que se habla es del famoso tapado. Meses enteros de la peor frivolidad sobrepuesta a la realidad nacional.
Semana tras semana vemos el aumento de la violencia a niveles nunca antes vistos. Como en Baja California Sur, que en 2014 tuvo sólo 84 homicidios y este octubre lleva cerca de 140.
Semana tras semana vemos casos nuevos de corrupción que involucran la desaparición de millones de pesos y que no se investigan. Por poner un ejemplo de la semana pasada, que involucra al secretario de Gobernación: su casero recibió contratos millonarios a través de Odebrecht después de rentarle dos casas en la Ciudad de México.
Pero ese escándalo no ocurrió en el vacío. Tan sólo un día antes de que se diera a conocer, se supo que China busca que México pague 11 mil millones de pesos por cancelar el contrato del tren México-Querétaro, que se detuvo después de que el equipo de Aristegui Noticias revelara que uno de los contratistas que participaban en el consorcio con los chinos era Grupo Higa, que le había vendido la famosa Casa Blanca al presidente Peña.
Semana tras semana de lo mismo, de una situación que sólo empeora. Pero a los que están en las posiciones de poder mediáticas, que pueden utilizar sus espacios o medios, no les importa. Y los que están en las posiciones de poder políticas están más preocupados por congraciarse con el presidente o con quedarse con lo que queda en este “año de Hidalgo”. Porque con el viejo priismo regresó lo peor, lo que prometieron que no pasaría: la idea de que el partido es más importante que el país.
Y para ellos así lo fue durante todo un siglo, porque de eso se vivía. El tapado podía hacer y deshacer carreras o periódicos. Los medios que lo aplaudían desde un inicio recibían más presupuesto de propaganda. Los funcionarios que lo apapachaban al momento del destape obtenían puestos en el gabinete o curules en el Congreso. Para subsistir o avanzar en el mundo político era necesario participar en el ritual que encumbraba al candidato como próximo rey.
Pero ya no debe ser así. Porque con independencia de que el PRI esté en la presidencia y tenga oportunidad de repetir el próximo año –hierba mala nunca muere, siempre hay que recordarlo–, México no debe seguir anclado a la peor parte de su pasado.
No porque un candidato –una persona– sea el elegido por el PRI es que todos le deben rendir pleitesía. Al contrario, en una verdadera democracia lo primero que se tiene que hacer es investigarlo, saber quién es, averiguar qué propone. No seguir el juego que tanto se ha buscado eliminar. Hincarse ante el elegido es muestra de que ni medios ni políticos entienden su trabajo.
Mientras sigan tratando al candidato del PRI como el regreso de Quetzalcóatl, nuestras instituciones –el gobierno de un lado, que supuestamente trabaja para la gente; y el periodismo del otro, que supuestamente vigila al gobierno– seguirán siendo tan deficientes como siempre. Y la horrible tradición del tapado, que ocurre al mismo tiempo que el país se cae a pedazos, seguirá siendo el juego de cada fin de sexenio.
Todos sonrientes, celebrando que tendrán el poder –porque no gobernarán–, y porque tal vez puedan ser los tapados en seis años y tengan el privilegio de hacerse ricos en ésta, la gran fosa común que es México.
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