Por Sofía Mosqueda
Hablar de acoso es complicado. No sólo porque hay muchos tipos de acoso, sino porque los límites son poco claros. La definición de acoso sexual es, hasta ahora, un problema conceptual cuyas fronteras no sólo representan obstáculos metodológicos, sino prácticos. En la medida en que ciertos comportamientos puedan clasificarse o percibirse como acoso –o no– en función de la edad, educación, bagaje cultural, sexo o circunstancia, se determinará el tratamiento que se le dé al agravio; tanto en términos legales como penales y de sanción social.
Sin embargo, pareciera que esos borrosos límites de lo que constituye un acoso, la distancia entre éste y una agresión o una violación, recaen en un limbo negociante y de percepción entre quien perpetúa (o no) el acoso y quien lo sufre; en el que, además, suelen participar partes que no sólo no son la víctima, sino que ni siquiera estuvieron directamente involucradas: autoridades, conocidos y desconocidos que siempre tienen qué opinar.
En este sentido, el tema del acoso ha estado en la discusión pública mucho últimamente. En los últimos años ha habido situaciones que nos hacen reflexionar sobre él, pero desde que en octubre se develaron las acusaciones en contra de Harvey Weinstein, el tema no ha dejado de ser motivo de debate. Después de la ola de denuncias contra Weinstein y muchas figuras públicas más, se reforzó el movimiento #metoo #yotambién que busca denunciar lo presente que está el acoso en todos lados, en la vida de todas las mujeres.
A raíz de esto surgió un manifiesto escrito por Catherine Deneuve y otras francesas que buscaban reclamar el derecho a importunar a las mujeres por parte de los hombres a manera de seducción (evidentemente en situaciones de cortejo exclusivamente heterosexuales) puesto que ello reafirmaba la libertad de las mujeres. Ante esto se desató en nuestro país un debate entre feministas que tuvo su máxima expresión en el diálogo que sostuvieron Marta Lamas y Catalina Ruiz Navarro. La primera a favor del manifiesto, sosteniendo que la crítica al puritanismo es pertinente y denunciando la constante victimización de las mujeres; la segunda reiterando la necesidad de identificar el juego de poder que impera en cada caso de acoso y la necesidad de reconfigurar la cultura que moldea el comportamiento de los hombres.
En medio de esta discusión salió a la luz una denuncia contra Aziz Ansari en la que una fotógrafa lo acusó de abusar de su poder en una cita romántica y de hacerla sentir incómoda y acosada al ser excesivamente insistente en sus insinuaciones e intenciones sexuales con ella. Esto, a su vez, desató una nueva serie de discusiones y posturas; unas acusando de excesivo el juicio contra Ansari, otras apoyándolo.
Todas estas discusiones y debates refieren a las diferentes formas de comprender al acoso, y a la forma en que se ejerce el poder –de un hombre sobre una mujer– en diferentes situaciones. Sin embargo, los debates que se suscitan alrededor de los límites y las interpretaciones que se le pueden dar a un hecho que expresa innegablemente un ejercicio de poder y la consecuente incomodidad y/o herida a una mujer corren el riesgo de, al dejar la concepción del acoso en un limbo, trivializarlo profundamente, así como la evidente desigualdad de género en temas circundantes al sexo, al cortejo, y al ejercicio de poder. Esta trivialización es una forma muy sencilla de invisibilizar, y por lo tanto ignorar, el problema no sólo de acoso sino de todos los tipos de violencia que se ejercen contra las mujeres. El hecho de que no tengan el mismo nivel de “gravedad” todas las formas de violencia contra las mujeres (un tipo de acoso comparado con una violación comparada con un feminicidio) no es en ninguna medida una justificación para hacerlas o para deslegitimar su denuncia; mucho menos para reconocer que su ejercicio está lastimando e incomodando a las mujeres.
Tratar de seducir a alguien no es un crimen. El problema es la noción social de que los hombres deben cortejar insistentemente a las mujeres, incluso a aquellas que han dejado claro que no están interesadas. Ese discurso facilita que los depredadores aleguen que estaban jugando bajo normas sociales aceptadas. Ese límite hace la diferencia de todo y es lo que fácilmente puede convertir un acoso en una agresión, y eventualmente en un feminicidio.
Ojo ahí: ni las discusiones ni la atención que tenemos que prestar a los temas son excluyentes. Ningún tipo de violencia contra las mujeres lo es de otro. Que en ciertas esferas de discusión lo más importante sea defender la autonomía sexual de las mujeres no quiere decir que el acoso laboral, el acoso callejero y todas las demás expresiones del acoso y de violencia no tengan que seguir discutiéndose y creándose conciencia al respecto. Pero también tratando de erradicarse.
A la comentocracia se le olvida que las instituciones en nuestro país no funcionan, y que a nuestras leyes les falta mucho tramo por recorrer; que, mientras que en la internet se está debatiendo abstracta e intelectualoidemente el contenido de las metanarrativas en el marco de la posverdad con respecto del derecho –o no– a importunar de los hombres, en la Cámara de Diputados ni siquiera se dictaminan correctamente las iniciativas que intentan tipificar el acoso en la vía pública; y que, desafortunadamente, en la eficiencia tanto del marco jurídico como del funcionamiento de las instituciones, depende la vida y el pleno desarrollo de la mayor parte de la población.
El esfuerzo que más se ha aproximado fue un dictamen aprobado a finales de 2016 en la Cámara de Diputados, que tipifica e inserta en el Código Penal Federal el acoso sexual, haciendo hincapié en las manifestaciones del acoso que ha traído consigo la evolución de las TICs (como el ciberacoso, el revenge porn, el grooming, etc). Falta que la apruebe el Senado de la República. Sin embargo, la probabilidad de que en esta legislatura o en la que sigue logremos insertar en la legislación existente una tipificación, penalización e incluso prevención satisfactorias del acoso es ridículamente baja; de que se implementen las políticas públicas que fortalecieran la educación sexual adecuada en las escuelas a nivel básico, y que la fortalecieran o promovieran es probablemente igual de baja, dejando al tema del acoso, otra vez, en un limbo. Y aun así, tenemos que seguir trabajando para erradicarlo, tanto institucional como socialmente.
Parte de ello es reconocer que hay comportamientos normalizados –en dinámicas laborales, académicas, en la calle y en los procesos de cortejo– que están incomodando y lastimando a las mujeres, y en eso debemos poner más atención que en los hombres que se indignan o que son acusados por ello. El acoso es producto de una desigualdad del poder del que se abusa y la intención con la que se ejecuta, y es un aprendizaje cultural. Como tal, podemos trabajar para cambiarlo para crear un mejor entendimiento, mejores relaciones y dinámicas más sanas.
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Sofía Mosqueda estudió relaciones internacionales en El Colegio de San Luis y ciencia política en El Colegio de México. Es asesora legislativa.
Twitter: @moskeda