Por Paloma Villagómez Ornelas

La “normalización” de ciertos fenómenos es un concepto que se ha ido abriendo paso en el discurso cotidiano. Me da gusto por partida doble. Primero porque, como socióloga, significa que una de las ideas más potentes de la disciplina logró salir del cubículo y la biblioteca, cosa que no ocurre seguido. Segundo, porque la normalidad se suele discutir precisamente cuando es cuestionada, cuando por alguna circunstancia algo dejó de parecer natural y el orden de las cosas entra a debate. Esto, testerear los cimientos sobre los que construimos la realidad cotidiana, puede ser desestabilizador, pero también nutritivo y necesario, fortalece el espíritu crítico, ayuda a mantenerse alerta.

En este tenor se ha vuelto común encontrar que en medios y redes sociales –estos megáfonos que magnifican y distorsionan la conversación cotidiana- se habla de la normalización de la violencia y muchas de sus formas más brutales; la normalización de la desigualdad y de la pobreza; la normalización de la discriminación, el caos y la corrupción, los privilegios, las inequidades y, para pronto, las injusticias.

Pero ¿es así? ¿Será cierto que creemos que éste es el orden de las cosas? ¿Será verdad que toleramos atrocidades porque nos parecen normales? ¿Nos parecen normales? No lo creo. Pienso, en cambio, que hay motivos para pensar que hemos abusado del término sin prever que, al hacerlo, validamos lo que intentábamos denunciar: la invisibilización de experiencias de dolor e injusticia.

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Para empezar, habría que recordar algo que sabemos pero olvidamos con frecuencia: eso que hemos dado en llamar normalidad no es un orden natural o divino de las cosas sino una construcción que creamos en sociedad, una invención en la que participamos todos, desde el lugar que entendemos que nos corresponde. Lo hacemos a través de prácticas y acciones cotidianas que hacen el día a día, que permiten mantener cierto estado de las cosas que hemos aprendido a ver como “lo normal”. La normalidad es, por lo tanto, una construcción y un aprendizaje.

En segundo lugar, la normalidad está lejos de ser un estado neutro u objetivo de las cosas. Aunque a veces lo parezca, en el mundo social no actuamos de un modo mecánico; todo el tiempo tomamos decisiones cargadas de valores y juicios que se apegan (o al menos lo intentan) a normas que indican qué es lo bueno, lo correcto, lo apropiado. Al decir que algo es normal o está normalizado no lo describimos en estado puro, libre de valoraciones; lo que decimos es que ese algo resulta aceptable, dado un cierto orden de las cosas. O sea: cuando hablamos de normalidad hablamos de una moral colectiva.

En tercer lugar –y esto es fundamental-, el orden social en el que vivimos es muy desigual y jerarquizado: sencillamente no todos tenemos la misma posibilidad de participar en su definición. El relato que conocemos de la normalidad representa desproporcionadamente a quienes cuentan con suficiente poder –político, económico, ideológico- para posicionar sus propias conductas, ideas, prácticas y hasta apariencia, como ideales.

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Los grupos históricamente subordinados o silenciados en la construcción de esa normalidad buscan precisamente visibilizar este desequilibrio. Las mujeres, los colectivos de la diversidad sexual, los pueblos originarios, las minorías, los activistas del medio ambiente, son ejemplos visibles de una lucha que cuestiona sistemáticamente una idea de normalidad que resulta conveniente para unos cuantos y opresiva para otros muchos.

Es claro, entonces, que el proceso de normalización sirve para para hacer visibles ciertas cosas y ocultar otras y que ha resultado ser una herramienta muy útil para quienes obtienen ventaja de ello. Sin embargo, cuando desde la crítica social –sea la del cubículo, la calle o el sofá- decimos con preocupación pero también con cierta ligereza que la violencia, la desaparición, la exclusión, la injusticia, la privación, han sido normalizadas, como denunciando cierta forma de apatía o indiferencia social, podríamos estar cayendo en dos errores: silenciar nuevamente a las voces de quienes protagonizan estas violencias y dolores; y reforzar a base de discursos descuidados y machacones un estado de las cosas que sólo conocemos parcialmente.

Mi trabajo con frecuencia me permite enterarme de este tipo de procesos a través de los afectados directos. Hasta la fecha no conozco ni a una mujer golpeada, ni a un padre desempleado y sin dinero, ni a una madre con un hijo desaparecido, que le parezca que lo que se sucede es normal. Ningún joven detenido arbitrariamente por su apariencia, ninguna persona asaltada o que hoy no comió piensa que lo que le pasa es aceptable.

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Podrá decir que es común, que así es la vida, que hay que aguantarse; sin embargo, estos argumentos están generalmente enmarcados en discursos de dolor, indignación, humillación, coraje e incluso resistencia. Una cosa es adaptarse, buscar cómo ajustar la propia vida a la violencia, a la injusticia, y otra muy distinta creer que sentirse desamparados, agredidos y humillados es “normal”. Podemos estar pasmados, sorprendidos, atemorizados y absolutamente rebasados, pero eso no equivale a que hayamos aceptado –aún- que éste es el orden necesario de las cosas.

Si ésa es la respuesta que obtenemos, es probable que no estemos conversando con las personas adecuadas, que no planteemos las preguntas pertinentes o, simplemente, que no estemos escuchando. Una aproximación interesada y justa a la pobreza, a la violencia, al despojo, mostrará que para sus actores nada de esto es normal. Son experiencias que se sufren, que dislocan, que les exige echar mano de todos sus recursos para resistir el dolor, restituirse la dignidad y seguir viviendo. Sugerir que estas situaciones se han convertido en una norma para algunos, que hay quienes se “conforman” o “acostumbran” a vivir así, no hace más que distanciarnos de ellas y ellos, minimizar su sufrimiento y dificultar la empatía y la solidaridad.

Antes de declarar normalizaciones –aun con las mejores intenciones- hay que preguntar quién dice, qué hay en juego, a quién le interesa que algo pase por normal, a quién le perjudica y, sobre todo, qué justificamos cuando asumimos que los problemas de otros, ésos que ninguno de nosotros toleraría, son una norma y hay que resignarse.

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Paloma Villagómez es socióloga y poblacionista. Actualmente estudia el doctorado en Ciencias Sociales en El Colegio de México.

Twitter: @MssFortune

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